Zombis

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Cuerpos sin alma, sin brillo en los ojos, que ni ríen ni lloran, y que funcionan como autómatas orgánicos que solo sirven para devorar seres vivos o muertos. Miré a la señora y le dije: “¿No le parece que funcionamos así muchas veces?
/ Juan Sebastián Restrepo
Hace unos días una madre me dijo que estaba preocupada porque su hijo púber estaba viendo una serie de zombis. Inmediatamente supe que se refería a The Walking Dead, una serié de televisión norteamericana, que relata una historia apocalíptica de un oficial de policía que, al despertar de un coma, se encuentra en un mundo lleno de zombis que matan y devoran gente, donde tiene que hacer hasta lo imposible para sobrevivir con su familia y otras personas.
Yo le pregunté: “¿y que es lo que le preocupa?”. “Me preocupa que es como muy rara y violenta, con muertos que caminan…”, me dijo. Yo respondí: “Creo que lo preocupante es otra cosa”. “¿Que tiene escenas de sexo?”, preguntó. “No”, le respondí, “lo verdaderamente preocupante es que esa película es una alegoría de nuestra época, y que tiene toda la razón”.

“Empecemos por los zombis”, le dije, “son cuerpos sin alma, sin brillo en los ojos, que ni ríen ni lloran, y que funcionan como autómatas orgánicos que solo sirven para morder y devorar seres vivos o muertos. Son como un hueco insaciable que carga un cuerpo que mete carne por la boca”. Miré a la señora y le dije: “¿No le parece que funcionamos así muchas veces: movidos por una carencia que nunca revisamos, esclavos de una avidez que no se sacia, llevados por compulsiones disimuladas, devorando personas y experiencias, y sin propósitos con alma? Los zombis que tanto le aterrorizan, señora, son una alegoría de nuestro peor rostro”.

“Pero no solo somos los zombi, sino los vivos que huyen de los zombi. Somos ambos. Y es que cuando no nos mueven la carencia, la avidez y ese consumismo depredador; nos mueven el miedo, la paranoia, la alienación y la violencia. O mejor aún, precisamente, por ese lado zombi que tenemos y no reconocemos, es que nos sentimos perseguidos y amenazados por un otro, sobre el que lo proyectamos. En la serie los vivos construyen una cerca en Virginia, para mantener a raya a los zombis. Y en esta realidad, que supera a cualquier ficción, el delirante Donald Trump propone algo tan estúpido como un muro para mantener a raya a los mexicanos. Pero hay muros en todas partes: el de Berlín, el de Hungría, el de las unidades cerradas del barrio, el de las fronteras invisibles, y el de los corazones piedra”.

“Pero no bastan los muros. En la serie todos tienen armas. Y es que la violencia es el resultado inevitable de esa extraña combinación de inconsciencia, avidez y miedo, que mueve la rueda de nuestras vidas. Y sí, está la violencia literal del adolescente gringo que dispara en el colegio, la del paramilitar con su motosierra, la del guerrillero con sus minas, y la del atracador de esquina; pero también está la violencia sutil de las trampas, los silencios, las exclusiones y los olvidos. Y no olvidemos que las complicidades cómodas son formas de violencia. Así que este símbolo, también nos cae como anillo al dedo”.

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Y terminé la conversación diciéndole: “El que hizo la serie, estaba preocupado con su situación, la de su hijo y la del mundo. Y creo que haría bien si le ayuda a su hijo a abrir los ojos, en lugar de salir corriendo. Eso sí, cuando lo haga, cuéntele también que nuestro mundo todavía no se ha vuelto un infierno como el de la serie, porque también tenemos una fuerza capaz de iluminar nuestra densa inconsciencia, de llenar el hueco que nos consume y de apaciguar el miedo que nos persigue. Ahórrele camino diciéndole cómo se llama esa fuerza: amor”.
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