Vuelve y juega

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Todavía está caliente nuestra última columna en contra del moralismo oficial que sacude la comarca aburraeña, y nuevos casos hacen fila ante nuestra pluma pidiendo ser puestos en letras de molde. La verdad era que no pensaba escribir más sobre el asunto a pesar de que, cuando ya había enviado la pasada colaboración a mi editor en jefe, recordé casos que habrían sazonado con especial gusto aquel alegato: especialmente aquella fiebre patriotera y colegial de cantar el himno con la mano al pecho, como si todos fuéramos devotos de Mussolini, jugadores de la selección mexicana de fútbol o aspirantes al casting del himno que se emite en Señal Colombia. Sin embargo, el caso que paso a referir puso mis pelos de punta, y no tuve más remedio que invocar a la musa de la pasada quincena para tomar de ella un nuevo dictado.
Hará como dos semanas supe de un profesor universitario que estuvo a centímetros de ser golpeado por un estudiante energúmeno, ofendido por las ideas discutidas en el aula (la gente dirá que las muchas lecturas enmohecen la musculatura profesoril, pero el docente de nuestra historia mostró, al evitar el ataque, más agilidad que la exhibida por aquel árbitro olímpico de taekwondo, víctima de la furia de un gigantón cubano). Ocurrió que el profesor, extendiéndose sobre los intríngulis de la Ilustración, expuso con magistral picardía —a lo que lo autoriza la sacrosanta “libertad de cátedra”— las ideas que Rousseau y Voltaire escupieron contra los dogmatismos eclesiales. Los razonamientos de estos sabios —el profesor y los escépticos franceses— indignaron al estudiante, quien, con el ímpetu devastador de un cruzado, se arrojó contra el orador; de nada valió que este le recomendara, como fórmula para paliar su ira, dirigirse a la tumba de los ilustrados filósofos para presentar una reclamación formal.
Por supuesto, el delirio furioso del presunto estudiante —que más parece un lobo loco con piel de oveja universitaria— merece todas las reprobaciones, y acertó el profesor cuando, como lo hizo, solicitó su expulsión del claustro de estudios. Si ya es absurdo que en la vida cotidiana la esgrima de las ideas lleve a los puñetazos —y sobre todo puñetazos unilaterales, motivados por la cerrazón idiota de quien cree que sólo sus convicciones son correctas, amparando con ello el capricho de apedrear a quien se ponga en el camino—, ya es delirante que una actitud semejante tenga lugar en una universidad; allí, por más compromiso que se tenga con una fe —aunque no es ese el caso de nuestra anécdota—, la sola universalidad prometida en el nombre del centro educativo tiene que ser siempre una garantía de inteligente tolerancia o, si se quiere, de hipócrita condescendencia, siempre con la idea de que el pensamiento sea el único instrumento de las disputas.
Sin embargo, hasta para la rabia ciega del antivolteriano de marras uno encontraría alguna justificación. Su comportamiento es el más esperable en un país en que desde las altas esferas (y, también, desde los poderosos bajos mundos) se muestra que el decoro poco importa cuando se tiene en la cabeza el propósito de imponer un embeleco personal, o que las pataletas y las arbitrariedades de toda laya pueden servir como argumento cuando los razonamientos son insuficientes. A unos les da por el “pico y placa”, a otros por las sanas costumbres antioqueñas, a otros por la seguridad nacional y a otros por los ideales latinoamericanos. A nuestro loco le ha dado, simplemente, por la cruz, y acaso bastará con recetarle un par de compungidos padrenuestros para arrinconarlo en la contrición (hasta Torquemada rezaba el “Yo pecador”). El problema es que no todos los vigilantes de la conciencia retroceden con el agua bendita.

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