Una herejía de leche tibia

El desprestigio del biberón comienza apenas nacido el niño hambriento: médicos y enfermeras, ceñudos y solemnes, agitan su dedo índice contra las magulladas madres y les recitan aquellos evangelios sobre el incomparable maná que, para la criatura, viene a ser el primer alimento de la ubre materna, lo que obliga a la más estricta prohibición de otros medios de alimentación, naturalmente encabezados por el tetero (inclusive sé, por la buena fuente de mi cuñada en dieta, que las enfermeras pueden regañar a una parturienta por el inconcebible delito de no tener leche en su pecho). La planta entera de una clínica hecha un solo berrido y la amenaza de que los recién nacidos sufran el primer desmayo de sus vidas no son suficientes para que los facultativos se conmuevan y autoricen el uso del tetero: su fanática religión solo les permite ceder cuando la madre se arrodilla a suplicar por su hijo comatoso, y supongo que solo por pudor no la obligan a firmar un malicioso papel con que el centro de salud busque eximirse de responsabilidades ante las funestas consecuencias de tamaña monstruosidad.

Cuando el niño ha crecido -junto a padres y tíos afectuosos que, protegidos por la clandestinidad del hogar, ven como un regalo de la vida poder preparar el biberón-, irrumpe en su vida la adusta figura del odontólogo. Él, con su fluorizada bata blanca y sus oscuras noticias sobre alimañas microscópicas, pedirá la pena capital para el tetero y llamará la atención a los pusilánimes padres que no han tenido valor para extirpar de cuajo esa práctica idólatra. Al tanto de los últimos reportes científicos -a veces, enfangados en ese vaivén caprichoso de evita hacer hoy lo que te recomendaré mañana-, asustará a toda la familia con las palabras malditas de “mordida torcida” -esa que tenemos usted y yo, estimado lector, y todos nuestros parientes-, y lanzarán la terrible profecía de que el niño, de continuar en la herejía del biberón, se deformará como un horrible Quasimodo.

A los cinco o seis años, los últimos paganos sufrirán los ataques de los regentes de preescolares y de los mismos parientes (los padres y tíos del párrafo anterior), quienes ahora ridiculizarán al niño a causa de la misma costumbre que ellos han promocionado. Los varoncitos agacharán la cabeza ante la nueva reprimenda pero, una o dos décadas después -y para el resto de sus vidas- volverán a gustar de la mamila en su versión más natural, aunque al consabido precio de esa invencible clandestinidad que conocieron desde su primer día en el mundo. A las niñas les espera, a partir de la guardería, la perspectiva de una vida horrible sin teteros ni nada que se les parezca. En todo caso -y que quede a beneficio de inventario- yo he conocido por ahí, como esporádicas golondrinas de ningún verano, a ciertas heroínas que, apenas llegan de sus clases universitarias, se echan en cama con un tetero caliente cuya existencia, quizá, no conocen madres ni novios.

Cada que visito un almacén de cadena y observo la atiborrada exhibición de biberones, teteros, chupas y chupetes de todos los colores, tamaños e incluso olores, me siento inobjetablemente feliz y tranquilo: me ilusiona pensar que nuestra humanidad, por más que ella misma pretenda ahogarse en auto mortificaciones y terrores gratuitos, no está dispuesta a renunciar a aquello que alguna vez calificó como placentero; y, por eso, por más que muchos hablen siempre habrá otros tantos que chupen.

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