Un samurái en El Poblado

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Un samurái en El Poblado
En el barrio El Tesoro La Y, vive un hombre entre centenares de bonsái, experto en artes marciales y con mil historias por contar

A Mauricio Coymat, a sus 72 años, si la vida le había enseñado algo era a tener paciencia. Tanta como para sembrar un árbol por más de cuatro décadas y solo verlo crecer unos cuantos centímetros. Uno de ellos, un bosque de ébano en miniatura, tardó 20 años en dar su primera flor. Sin embargo, con disciplina, todos los días madrugó religiosamente a regarlo.
Sus ojos brillan al hablar de su pasión por los bonsái, solo superada quizás por el amor a las mujeres. Se dibujan como líneas horizontales en su rostro, no tanto por su descendencia, ya que Mauricio es paisa de pura cepa, sino por la ceguera que llega con la edad adulta. Por tal razón ha dejado de leer literatura, como la hizo en su juventud durante los viajes en barco desde el Japón hasta las costas de San Francisco -California- o en el tren Transiberiano, cruzando de hito a hito la China.
“Ya leo poco, por la vista. Fui amante de la lectura, pues uno solitario viajando no tenía mucho para hacer, más que leer. Me pase parte de mi vida recorriendo el mundo. De Japón a la China, de la China al Tibet y de ahí a diferentes países de Asia y Europa”, expresa mientras se pone las gafas, que cuelgan de su cuello.

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Ahora, al caer la tarde, recuerda su periplo por el mundo. Desde su balcón observa el follaje de su jardín, que da visos brillantes sobre el verde de las hojas, por la caída perpendicular de los rayos solares del ocaso. 413 bonsái, de cerca de 60 especies, unos tan altos como un niño pequeño y otros tan pequeños como un dedo meñique, algo que los japoneses conocen como “mame bonsái”, son su mayor orgullo. Tanto que prefiere hablar más sobre ellos que de sí mismo.
El jardín, que está diseñado con senderos, de manera que todos los pequeños árboles se puedan ver, tiene acacias, carboneros, curasaos, guayabos, guayacanes y “fukinagashi”, conocidos también como “Llevados por el viento”, uno de los estilos más llamativos y fascinantes en bonsái, ya que tienen sus ramas en un solo lado del tronco, con una arquitectura que parece formada por la caricia de las ventiscas.
“No salgo, este es mi mundo desde hace 15 años. No leo ni prensa, ni veo televisión. Este es mi pequeño universo. Yo era diseñador y tenía un almacén de ropa en el Parque Bolívar llamado Cimarrón, donde producía telas y una ropa completamente diferente. Cerré mi negocio y guardé la plata en un banco. Decidí vivir como quería vivir. Compré este lote hace 40 años. Esto era un monte, me metí con machete, limpie la maleza y construí esta casa”, relata Mauricio.
Recuerda que a sus 16 años, cuando corría el año 1957 y terminaba sus estudios de bachillerato en Barranquilla -donde vivía con su familia- conoció al coronel retirado del ejercito japonés Kim Ti-Ciao. Este había llegado a América en busca de fortuna después de la Segunda Guerra Mundial y se había instalado en la vega del río Magdalena para sembrar hortalizas.
“Con él aprendí las artes marciales. Fui su discípulo. Lo primero que conocí fue el jui-jitsu, luego el kendo, el hapkido y el kung fu. Cuando conocí al coronel y las artes marciales entendí que había una conexión, pues desde niño me fascinaba sembrar árboles en pequeñas coquitas, una tradición muy oriental”, comenta Coymat. “En estos años fue cuando comencé mi trasegar por el mundo”, añade.
La casa de este samurái paisa está ubicada en la parte alta de El Poblado, en la loma de El Tesoro, rodeada de un pequeño barrio donde aún se respira un aire veredal y de mansiones campestres. Su casa es un oasis en medio de la urbanización que carcome imparable las laderas de la ciudad.
En el interior de la vivienda, en medio del silencio, se oye el sonido del agua, que misteriosa corre por un pequeño arroyo que atraviesa la morada. “Hace días estaba meditando, como lo hago diariamente. Andaba en una confusión y escribí: ´no pretendo cambiar el mundo, pero en el pedacito que me tocó vivir quiero hacer la diferencia´. Eso encierra toda mi filosofía”, concluye Mauricio, que contempla el jardín de bonsái desde el balcón de su casa.

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