Un imperio amenazado

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  Por: Gustavo Arango  
 
Hace un par de columnas, cuando hablaba del Enquiridión de Epicteto, concluía que cada uno de nosotros, a pesar de ser esclavos, somos los soberanos del pequeño y vasto reino de lo que aceptamos y lo que rechazamos. Montones de cosas se escapan a nuestro control, y las frustraciones y tristezas proceden de esa impotencia, pero aún nos queda un amplio margen de libertad en la actitud que asumimos frente al mundo.
Epicteto es claro: ni nuestra reputación, ni nuestras propiedades, ni nuestra familia y ni siquiera nuestro cuerpo podemos controlarlos. Es imposible andar detrás de las personas para convencerlas de que somos maravillosos. Es un error creer que somos lo que poseemos, que esa casa, ese auto, esa joya, esa reliquia o ese libro constituyen lo que somos. Es un tiquete de ida a la tristeza pensar que los seres queridos pueden permanecer a nuestro antojo. Es un delirio pensar que una suma de cremas, dietas, cirugías y horas de gimnasio detendrá el deterioro paradójico que es la sal de la vida.
La cosa, en principio, parece deprimente. Para aquellos que viven con el credo de que no hay meta inalcanzable, que al que fracasa le faltó coraje, las palabras de Epicteto pueden sonar como una invitación a la pasividad, a resignación pendeja. Pero aquel remoto esclavo señaló con precisión el lugar donde reside nuestra libertad y a cada uno le toca protegerlo y cultivarlo.
Epicteto hablaba de su cuerpo como un juguete frágil y tierno. Lo llamaba “mi pobrecito cuerpo”. Invitaba a sus discípulos a pensar que el dolor o la muerte sólo eran avatares del pobrecito cuerpo, pero que nadie podía destruirnos. Su Enquiridión termina con las palabras de Sócrates cuando lo condenaron. Lo cito de la hermosa traducción de Quevedo: "Amigo querido; si los dioses amenazan mi vida con las funestas señales de una horrible tempestad y si han resuelto la sentencia de mi muerte, mi espíritu se somete sin resistir. No pretendo, no (a pesar del Destino), prolongar mis años. Mis dos fieros enemigos, Anito y Melito, son dueños de mi vida y me la pueden quitar. Mi cuerpo, flaco y mortal, les obedece; pero mi espíritu, ¡oh Critón!, está libre de su poder, y aunque su vano furor se vuelve contra mí, no me podrán privar de mi fe ni de mi virtud."
El espíritu es la esencia de nuestra libertad. La fe y la virtud son las murallas que salvaguardan nuestro imperio. Por eso no es casual que sean justamente esos valores los que más están amenazados cuando se quiere destruir la esencia de nuestra libertad. Basta mirar alrededor para entender que la destrucción de lo espiritual está representada por el culto a la materia. Busquen, en esas voces tiránicas de los medios, y verán que encontrar vestigios de lo espiritual es más difícil que hallar una paja en un pajar. Encontrarán remedos: velas de colores, posiciones de los astros, meditaciones intrascendentales. Pero en todos esos casos la aspiración material, el beneficio concreto, la espiritualidad expresada en lenguaje de electricistas, revelan pronto la farsa. Busquen fe y verán iglesias corrompidas, sectas que prometen éxito en los negocios y líneas directas con el altísimo. Busquen virtud y verán multitudes dispuestas “pa’ las que sea”, almas que se venden muy barato, bondades cada vez más desalentadas.
El imperio de nuestra libertad se encuentra amenazado. Es natural que al invasor no le interese que sepamos gobernarlo. Nos llena de miedo, nos convence de nuestra incapacidad para tomar decisiones sobre nuestras vidas, nos seduce con promesas protectoras. La inminente derrota se debe a que olvidamos lo que somos y empezamos a creer que nuestra esencia está en las cosas, en lo ajeno, en nuestro pobrecito cuerpo, adolorido y asustado.
Medellín, junio de 2009

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