Talento limpio, a pesar del aire mugroso

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Existen familias que se la juegan por la educación, como alternativa vital, para desarrollar talentos. Y comunidades que le apuestan a sacudirse el estigma de una contaminación bíblica, hasta respirar mejores aires y mayor calidad de vida


Parte de la familia Suárez Arteaga: Gildardo, Claudia Patricia, Inés, Mónica Cecilia, Daniela y Juan José. Fotografía Karin Richter

Por Fernando Cadavid Pérez

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Quemarse las pestañas con la nariz pegada a los libros, el secreto para que los Suárez Arteaga sean ahora una familia que se ríe de la vida. Estornudar estruendosamente, para sacudirse de un estado de cosas atoradas en una nariz y garganta intoxicadas por el hollín, la clave en la lucha para que Guayabal recuperara su derecho a un respirar decente. Sucede que la historia de los Suárez Arteaga está cosida a la vida de la comuna 15 de Medellín:

Ellos maestriaron toda la vida y por eso ahora sus hijos son unos tesos como profesionales: Diana María es sicóloga con especialización en Sicología Organizacional, cuatro hijos; José Fernando es ingeniero electricista especializado en Estrategia Gerencial y Prospectiva, dos hijos; Claudia Patricia, arquitecta de la Universidad Nacional; cero hijos. Y Mónica Cecilia, la niña, resultó la más pila: es maestra en artes escénicas con énfasis en danza contemporánea de la Universidad Distrital de Bogotá, y terminó haciendo un doctorado en Territorio, Patrimonio y Cultura en la Universitat de Lleida, en Cataluña, España; este año regresará a casa con su flamante título bajo el brazo. Cero hijos.

¿Y de cuándo acá tanto talento? No le echen la culpa a la nata de mala leche que generaban los aires viciados de Guayabal, la patria chica. Mejor a la enjundia de doña Inés, la normalista superior, la madre obsesiva por enseñarle a todo el que se le pusiera a tiro de tiza. La historia comenzó cuando ella resultó víctima de Cupido: se enamoró de su profesor, Gildardo Suárez, cuando todavía estudiaba en la escuela de Sopetrán. Más tarde también se hizo maestra, y empezó llenando tableros en la escuela Villa de Guadalupe, en Manrique. El noviazgo terminó en matrimonio en 1965; siguieron siete años de docencia, juntos, en el municipio de Jardín, para pasar luego a Envigado ella y al barrio Belén, él.

Gildardo nació en Cisneros; hijo y nieto de maestras, también dos de sus hermanos fueron docentes. Llegaron a Medellín en 1956. Unos 17 años dedicó a la docencia, pero renunció “por física ambición”, acusa ahora doña Inés.

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Tierra de promisión
Como los Suárez de esta historia, Guayabal se ha hecho a pulso, tal y como dice el lugar común. Y pulso fuerte con autoridades y empresas empecinadas en envenenarlos. El rosario de agentes contaminantes parece un salterio: las industrias con su hollín poniendo brochazos grises en techos, camas, muebles y gargantas. El río Medellín y la quebrada El Bolo con sus efluvios de alcantarilla recalentada. La tumultuosa avenida Guayabal, con sus 2.500 vehículos por hora, atropellando cualquier vestigio de sosiego. El atronador zumbido de aviones en el techo de la comuna, buscando nido en el vecino aeropuerto. Todos los demonios convocados sobre sus 760.33 hectáreas (el siete por ciento de la zona urbana de Medellín), donde se han levantado los barrios Tenche, Trinidad, Santa Fe, Campoamor, Cristo Rey, Guayabal, La Colina, y sus áreas institucionales: Club El Rodeo y Parque Juan Pablo II. En la retahíla de los sociólogos “la comuna guarda cierta homogeneidad socioeconómica, con estrato medio-bajo predominante”. Pontifican que su estructura familiar y vecinal mantiene un buen grado de cohesión social, y que aún son comunes las prácticas solidarias. Su territorio se explaya entre las calles 10 y 13 Sur y entre el río Medellín y la carrera 70.


Los vientos de estas tempestades contaminantes fueron sembrados desde 1950, cuando se declaró Guayabal como zona industrial. Fotografía Róbinson Henao

Gildardo retrocede la película de su vida para evocar al Guayabal que lo recibió a mediados de los años 50, cuando podía pescar sabaletas y barbudos pequeños en el río Medellín, cuando el entorno era de potreros infinitos inundados de guayabales que le daban munición para su cauchera, cuando el río era transparente y abundante en agua, arena, piedra y cañabrava, como para levantar las primeras casas del barrio Cristo Rey. Por esos años, el futuro docente se trenzaba en batallas con dardos de guayabas biches con sus amigos, y picando una pelota se tomaban toda la Calabacera, el morro vecino, hoy tierra tomada por la muerte: el encopetado cementerio Campos de Paz. Todo aquel entorno cenagoso era dominio de la muchachada, hasta cuando lo rellenaron con escombros y arena, en los 70, porque el Municipio había dicho: “Hágase la carrera 80” y ahí está, con su estridencia de motores y su manto de esmog.

El estropicio comenzó propiamente cuando en 1950 se declaró a Guayabal como zona industrial, con el argumento de que los vientos que van de norte a sur convocan un remolino en el suroccidente, concentrando el aire sucio antes de salir del valle: bonita manera de alejar la contaminación de los ámbitos representativos de Bolívar, Berrío y Cisneros

Más atrás en el tiempo y en la desmemoria de los Suárez, porque lo aprendieron de los libros: la “Otrabanda” era tierra libre, donde vivía borracha de aire puro la tribu Aburrá de los Yamesíes. Tierra de rituales de pagamento: en 1675 ese sitio era el segundo más poblado del Valle de Aburrá. Entre 1950 y 1960, el antropólogo Graciliano Arcila lo identificó como “Estación arqueológica de Guayabal”, un referente de sus estudios científicos, en razón de la riqueza en número y variedad de piezas prehispánicas, que ratifica la vocación de alfareros y tejedores de sus primitivos habitantes.


En un 90 % las enfermedades respiratorias las produce el tráfico automotor

De haciendas a chimeneas
Años después, pero antes de que llegaran los Suárez Arteaga, en esos andurriales echaron raíces los Uribe Vásquez: don Alberto y doña Cecilia, para montar ubérrimas haciendas; también Carlos Correa, el dueño de lo que hoy es el Club el Rodeo; el ganadero Santiago Díaz, asentado en los terrenos del actual cementerio Campos de Paz. Y el cortijo Santa Fe, de doña Mercedes Sierra de Pérez, quien lo donó en 1951 a la Sociedad de Mejoras Públicas para que en 1960 se abrieran las puertas del emblemático Zoológico Santa Fe. En general, se trataba de terrenos con sembrados de café y caña de azúcar, árboles frutales nativos (pomas, guamas, guayabas) y la explotación de arcilla para los tejares y ladrilleras.

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Pero el estropicio comenzó propiamente cuando en 1950 se declaró a Guayabal como zona industrial, con el argumento de que los vientos que van de norte a sur convocan un remolino en el suroccidente, concentrando el aire sucio antes de salir del valle: bonita manera de alejar la contaminación de los ámbitos representativos de Bolívar, Berrío y Cisneros.


Las emisiones de las fuentes móviles en Guayabal aportan el 37 % del total emitido en el Valle de Aburrá. Fotografía Róbinson Henao

Una década antes el ingeniero Manuel Escobar había dispuesto: “Las industrias, muevan las industrias”, para reactivar la alfarería con sus tejares y que vomitaran tejas y adobes que les dieran cuerpo a los hogares de los medellinenses, y alcahuetear así su manía de procrear cual conejos lujuriosos.

En 1956 el “Plan Regulador” de Wiener y Sert (Paul Lester Wiener y José Luis Sert, arquitectos europeos encargados de elaborar el Plan Piloto para Medellín) indujo nuevos desarrollos: obras de valorización que habilitaron grandes reservas de tierra y estimularon el auge residencial. Llegó la rectificación y canalización de quebradas y la apertura de avenidas y calles. Ya para entonces estaba decretada la rectificación y ampliación de aquel camino de polvorientos recovecos que llevaba de Medellín a Itagüí, la actual avenida Guayabal.

Por esos años Gildardo adquirió dos lotes, cada uno de ocho de frente por doce de fondo, cada uno a quince mil pesos. Soñaba con una casa grande porque, acostumbrado a lidiar con legiones de alumnos, anhelaba sacarle a Inés la docena de hijos. Le compró los lotes a Rita Díez, seguramente heredera del ganadero Santiago. Cuando eso, rememora, solo unas pocas empresas retemblaban por allí, entre ellas Incametal, Noel, la Colombiana de Tabaco, Curtimbres S.A. y Sulfácidos S. A., que ya impregnaba de olores raros el todavía entorno rural. Sobrevivían algunos tejares y las casas tenían sus propios nacimientos de agua que descascaraban la pintura recién aplicada: las ciénagas de otrora cobraban por ventanilla. Cuando compró ya habían tumbado los guayabales para hacer pozos de 15 a 20 metros para la provisión de agua: cada vivienda disponía de un aljibe.

Rápidamente en esos parajes se instaló la creatividad paisa para producir jabones, abonos, telas, cigarrillos y hasta café molido. Y aunque ahora están ausentes las más grandes, quedaron iniciativas empresariales de todos los tamaños, hasta sumar hoy unas 4.500 (solo 65 tienen programas de producción más limpia).

< Jorge Ortiz, forjador de cultura ambiental en la comuna 15. Al fondo, un desleído mural da cuenta de sueños verdes y aires menos turbios

Un desorden legal
Un líder local a quien desvela la contaminación de la comuna, Jorge Humberto Ortiz Rave, describe el pandemónium: Planeación Municipal decretó multiusos para su suelo, así que un inversionista adquiere una casa vieja que convierte en bodega, que luego muda a empresa para afectar la cotidianidad. Entonces se va perfilando una invasión de lo público que satura el espacio peatonal e impacta la movilidad. Allí se disputan un espacio talleres artesanales de fundición con los de pintura automotora y publicidad, entre otros. A veces con malas prácticas que afectan el medio ambiente y denotan carencia de rigor en el ordenamiento territorial: una panadería al lado de un depósito, una chatarrería al pie de un preescolar; en los barrios Cristo Rey y Trinidad es más evidente el desorden.
Agrega Ortiz que el espacio público en Guayabal es de 5.83 m2 por persona, cuando el parámetro internacional habla de 15 m2. Una limitación que obliga a ejercitar una cultura callejera de atrios y parques. Solo cuenta con canchas de fútbol en Campoamor, Cristo Rey y San Rafael, únicos sitios abiertos. Y doce placas polideportivas.

Pero volvamos a Gildardo Suárez y compañía familiar. Hombre leído como su padre, un campesino izquierdoso del que heredó la fidelidad a Voz Proletaria, el semanal compromiso ideológico del que se deduce su inclinación política, aunque se apresura a advertir que nunca fue militante de nada. Solo de la Junta de Acción Comunal que lideró durante un año para levantar andenes, muros, senderos y otras obras de beneficio comunitario.

Aunque parrandero y un tanto mujeriego –gajes de la juventud, justifica– el viejo Gildardo llegó tarde a la repartición de prostitutas en el Barrio Antioquia, cuando el decreto 517 de septiembre de 1951 lo convirtió en referente cultural al señalarlo como la nueva “zona de tolerancia” de la ciudad. El padre Mario Morales lideró una cruzada para hacer revocar el prostibulario decreto; a cambio, consagró el barrio a la Santísima Trinidad. Paradoja: ese mismo año se cantó con toda pompa la primera misa en el nuevo templo consagrado a Cristo Rey, con arzobispo a bordo. Ese decreto marcó más que el Plan Regulador; el barrio todavía arrastra el inri. Porque tras las faldas de cada femme fatale llegaron la indigencia y la drogadicción. Aparecieron los de profesión “aplanchadores”, los que a golpes de machete por el lado plano escarmentaban a los enemigos políticos por órdenes “de más arriba”. Con el tiempo emergió Griselda Blanco “La novia de la coca” y más tardecito alias el Papo y su combo de más de cien malevos, en las épocas turbias del narcotráfico. Tiempos por suerte bien enterrados. Ligero coletazo se instaló en años recientes cerca a la Autopista, pero el puente de la 4 Sur hizo desaparecer “la olla” con todo y su cocina.


Las emisiones de las fuentes móviles en Guayabal aportan el 37 % del total emitido en el Valle de Aburrá. Fotografías Karin Richter

La comunidad ha sido altruista, verraca para sacar adelante sus sueños: allí nació la Cooperativa John F. Kennedy, como fruto del espíritu asociativo, que ha sido un referente sociocultural y la llave de oro para levantar obras de beneficio social como los colegios de La Salle y La Presentación, y la iglesia de Jesús Obrero, áreas deportivas y parques, gracias a colectas, festivales, empanadas.

La comuna 15 ha soportado una contaminación ambiental que cual tóxico oculto se mete en casas y pulmones, y que viene de los procesos incompletos de combustión y químicos de fuentes fijas como la industria, y móviles (el parque automotor), además de los altos niveles de ruido y malos olores

Vamos más adelante en la historia: el año 1974 encontró a Guayabal muy urbanizado y próspero, pero con una enfermedad que tornaba cenizos sus techos, mientras que un vaho podrido, proveniente de las gargantas de lata o de adobe de las fábricas vecinas, se instalaba en todos los rincones. Agentes causantes: la polvareda irrespirable que emitía la Trilladora Antioquia, situada justo al frente de la escuela República de Costa Rica, y la procesadora de abonos y sustancias químicas Sulfácidos S. A., “Donde la química se hizo colombiana”, según su eslogan publicitario, por mencionar solo a dos.

¡Se respira lo ambiental!
La comuna 15 ha soportado una contaminación ambiental que cual tóxico oculto se mete en casas y pulmones, y que viene de los procesos incompletos de combustión y químicos de fuentes fijas como la industria, y móviles (el parque automotor), además de los altos niveles de ruido y malos olores. Factores confabulados para impactar de manera adversa sobre la salud y tranquilidad de los residentes.

Aquí juega papel clave la vocación docente de los Suárez Arteaga y de todos sus homólogos, ya que en las 28 instituciones educativas de la comuna han trabajado intensamente los Proyectos Ambientales Escolares (Prae), como estrategia fundamental para incluir esta dimensión en los Proyectos Educativos Institucionales (PEI). El objetivo ha sido construir con los educandos una sólida cultura ambiental, para que los 44.072 hombres y 49.326 mujeres que ahora, en 2015, viven allí, tengan acceso a unos aires menos turbios.

Ya en 1989 la organización de la comunidad había dado paso a un “Comité Comunitario de Desarrollo Integral” para gestionar una mejor calidad ambiental. Incluía una red de siete veedurías ciudadanas, una por cada foco de mayor infestación, apoyada por la Personería Delegada del Medio Ambiente de Medellín. Allí confluían amas de casa, jóvenes, sacerdotes, maestros, obreros. Eran las épocas de las reuniones por cuadra y por manzana, para respirarle en la nuca al galopante problema. Poco a poco involucraron y comprometieron a los responsables de las empresas, para facilitar los procesos de reclamación.

Así fueron logrando que las factorías introdujeran cambios para paliar el tufo de sus chimeneas o el resuello de las máquinas, y en ocasiones para que optaran por el discreto retiro, si era del caso. El proceso seguido por la comunidad se fortaleció luego con el Presupuesto Participativo, figura que les permitió trabajar de lleno en proyectos ambientales, según Ortiz Rave. Luego conformaron una Mesa de Trabajo Ambiental en la que coincidieron las autoridades del ramo, la comunidad afectada, las industrias y las veedurías. Y de esta manera se fue tejiendo la red de vecinos sensibilizados frente al problema, que todavía está activa.


La parroquia de Cristo Rey es uno de los rincones apacibles de la comuna, a la vera del tráfago tenaz de la Avenida Guayabal

Y no es para menos: un estudio sobre la relación entre enfermedades respiratorias y contaminación en la ciudad de Medellín, de 2013, encontró que los niveles de MP10 en Guayabal se encuentran por encima de los valores recomendados internacionalmente. Y se deben en un 90 % al tráfico automotor. Estos valores están por debajo de la norma colombiana pero por encima de la norma internacional de la OMS. Las emisiones de las fuentes móviles en la zona de Guayabal aportan el 37 % del total emitido en el Valle de Aburrá. La expresión MP10 hace referencia a material particulado inferior a diez micras que está en el ambiente y puede alojarse en los pulmones. El deterioro que produce puede extenderse a la vegetación y disminuir la fauna; además, afecta y deteriora los materiales de las fachadas y reduce la visibilidad.

Ortiz Rave agrega que proliferan algunas pymes que no cuentan con programas de buenas prácticas empresariales con el medio ambiente ni con procesos de producción limpia. Todos estos son temas que preocupan a los líderes locales y que han plasmado en el Plan de Desarrollo de la comuna, en su dimensión ambiental “Guayabal ambientalmente más sana”.

Saga de profesionales
También Gildardo Suárez entendió en su momento que tenía que darle un viraje a su “plan de desarrollo familiar”: se dio cuenta de que maestriando no le alcanzaría para educar a sus hijos, aunque Inés se deslomara en las aulas. Entonces abandonó la docencia, como ya señalamos, y se hizo sucesivamente carnicero, comerciante y taxista, hasta terminar montado en su propio camión, trayendo diez toneladas de plátano hartón, en cada viaje, desde el departamento de Córdoba para un gran supermercado de Medellín.

Luego, con los pesos ahorrados, se compró una finca en Morro Amarillo, en el municipio de Jardín. Amarillo, dice la mitología pueblerina, porque la montaña está llena del oro que atesoró el cacique de los Emberá. Gildardo no ha visto ni una onza, pero le ha sacado a la parcela miles de kilos de banano: en estos doce años cada semana junta su producción con la de los vecinos para traer a Medellín entre 2.000 y 2.500 kilos de fruta que entrega religiosamente a siete clientes de altísima fidelidad. El compañero de aventuras, un Daihatsu modelo 98 de tres toneladas, luce tan entero y tan afanoso por trabajar como su dueño.


Gildardo Arteaga y su compañero de aventuras, el Daihatsu modelo 98

El maestro, camionero, taxista y ambicioso soñador que descubrió y potenció el talento de sus hijos, en asocio con doña Inés, ahora saca pecho para anunciar, en la cumbre de sus no bien respirados 73 años, que su nieto Nicolás, de 17 años, se va todo este semestre para Canadá, a aprender inglés. Ya hizo una pasantía en la UPB, y allí lo esperan, para que se haga ingeniero. ¿Ambiental?


El cronista

Fernando Cadavid Pérez
Es comunicador social – periodista de la Universidad de Antioquia y especialista en Gerencia del Desarrollo Social de la Universidad Eafit.

Fue redactor del periódico El Mundo; redactor y editor de libros y documentos publicados por la Gobernación de Antioquia entre los años 1990 y 2005, y colaborador de diversas publicaciones de la ciudad.Es autor del libro De memoria: Cinco lecciones de vida, que rinde homenaje a los defensores de los derechos humanos en Antioquia Jesús María Valle, Carlos Gónima, Luis Fernando Vélez, Leonardo Betancur y Héctor Abad Gómez. (2007).

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