Sopita patoja de nonato

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Si en mi crónica pasada hice apología a un plato que a oídos y ojos de muchos colombianos resulta literalmente improbable, el cuy asado nariñense, hoy el plato que voy a elogiar seguramente será mucho más cuestionado, sobre todo por aquellas personas que solo comen de lo que toda la vida les han servido en su casa, o mejor dicho, con lo que los criaron.

Comenzaré por darle una mínima traducción a la frase con el cual titulo esta crónica, pues aunque los aficionados a la cultura del crucigrama sabrán entenderlo sin mayor dificultad, debo reconocer que yo apenas en el lugar de origen de aquella sopa me vine a enterar del otro gentilicio que se le endilga a la gente de Popayán… patojos. Pero el asunto no termina ahí, pues lo de nonato, tan común para ganaderos, veterinarios y carniceros, corresponde ni más ni menos que al malnacido hijo de la vaca.

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Para quienes conocen y han disfrutado de la aristocrática y deliciosa cocina caucana, este potaje les parecerá traído de los cabellos y bastante apartado de aquellos comedores de las emperifolladas haciendas coloniales en donde la sazón de viandas dulces y saladas goza de fama nacional y compite con los mejores platos de la cocina colombiana. Sin lugar a dudas, la sopita patoja de nonato jamás ha pisado aquellos comedores de alcurnia por la razón simple y sencilla de que esta sopa pertenece al más arraigado recetario popular patojo y solamente se consigue en aquellos comedores propios a las plazas de mercado.

Y a propósito de plazas de mercado, en Popayán visité 4 hermosas galerías de intachable pulcritud y la más cromática, aromática y sugestiva oferta de la huerta de montaña. Difícil tomar partido entre el encanto de una plaza del litoral y aquel de una plaza andina.

Fue en una de esas plazas, más exactamente en la galería del barrio Bolívar de Popayán, donde fui invitada por dos reputados catedráticos de la Universidad del Cauca, quienes orgullosos de su plato quisieron presentármelo, convencidos de que yo solamente lo observaría, y solicitaría una bandeja paisa. Sin dudarlo ni un minuto tomé la decisión de probarlo, y más ante la presencia de una majestuosa mujer ante cuya robustez yo me sentí anoréxica… era la patrona cocinera.

Hacía muchos años no presentaban ante mis ojos un caldo de sopa más hermoso. Por un instante llegué a pensar que me estaban ofreciendo un “bisque de langosta” dado el hermoso color terracota del caldo que a su vez venía acompañado con tortillas de maíz (arepas caucanas del grueso de un mojicón) y del más espectacular ají de piña. Se trataba pues de un impecable caldo de textura aterciopelada, espesado a base de maní y cuyo color provenía de una sabia utilización del achiote de la comarca.

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Al día siguiente me encontré sentada a manteles delante de algunas personalidades de la sociedad patoja, y sin ánimos de polémica, les confesé que el día anterior había degustado un plato popular que para mi ética gastronómica podría servirse orgullosamente en el mejor restaurante de París, obviamente acompañado de las masudas arepas caucanas y del inigualable ají de piña de tan prolífera cocina. Lector: si algún día el destino te ubica en Popayán, no dudes en degustar la sopa patoja de ternero…de por vida, me lo agradecerás.


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