Sobre el volcán

Hace quince días más o menos, de regreso de Bogotá, miraba desde la ventanilla de un avión el espectáculo que, a unas soleadas 7:15 de la mañana, ofrecía el Nevado del Ruiz. Entre las nubes que, como una interminable cama de algodón, tapaban la vista desde el roncador pájaro de acero (aclaro que este tono poético, excesivo para el siglo, es deliberado), el volcán asomaba su cabeza sabia. Las laderas vecinas a la cima, añosas y cansadas, dejaban ver un sobrio color pardo que, sin embargo, comunicaba también una idea de fortaleza y perseverancia. Más arriba, indiferente ante la sequedad de su base, un lecho de nieve inmaculada y brillante coronaba al gigante y se imponía a la vista, sin duda despertando la envidia de las nubes, curtidas por comparación. La visión era soberbia y, amarrado a mi silla, no sabía cómo inclinarme o hasta dónde meter la cabeza con tal de abarcarla en todas sus evoluciones. En algún momento, pensando que por los vidrios del otro lado del avión debía asomarse otro oasis, giré la cabeza hacia dentro para llevarme una sorpresa insidiosa (tanto como la que pudo sentir Dante al dejar de soñar con la hermosa Beatriz y tener que poner los ojos en los chamuscados diablos del infierno): la de comprobar la estólida indiferencia con que mis compañeros de vuelo recibían aquellas luces.

Entre Bogotá y Medellín, a las primeras horas del día, un avión suele verse poblado, en su mayor parte, por una monótona fauna de trajes negros, corbatas que sus dueños creen sensacionales, maletas de mano y las conversaciones anémicas de quienes sienten que el mundo se reduce a un carro que debe recogerlos o a un informe por imprimir que revisará el doctor Fulano. En teoría, se trata de la más granada gente que puedan producir nuestras ciudades letradas: economistas laureados, administradores salomónicos, ingenieros sensibilísimos y etcétera, es decir, aquellos a los que, por su educación y roce privilegiado con el mundo, uno les supone la mejor disposición de espíritu frente a cualquier estímulo. Y, sin embargo, pocas veces puede verse una humanidad más desteñida e imbécil: encorvados como cuervos hidrópicos, son incapaces de hacer otra cosa distinta a consultar su reloj. En vano la aerolínea les regala un completo surtido de periódicos: esas hojas no existen para ellos, ni las de las coloridas revistas turísticas, ni las maravillas que desfilan varios miles de pies más abajo: solo ese testarudo tic-tac que, por más que sea marcado por relojes que más parecen joyas, sólo puede comunicar angustia. ¿Cómo puede olvidarse la belleza de un cabrilleante río Magdalena por culpa de un segundero cuyo rodar no tiene ninguna gracia? Se dirá que la costumbre ha enfriado a esas almas privilegiadas, pero, ¿cómo es que yo, que me subo trescientas veces por año en un Circular Coonatra, nunca dejo de echar un ojo complacido sobre la verdosa verruga del Cerro Nutibara?

Para poner las cosas en su justo lugar habrá que aplicar sobre esas almas de cántaro las palabras duras que, hace más de un siglo, Villa Vélez arrojó sobre los que entonces dejaban ver su apatía ante la belleza silvestre. Nada más justo. Escribió el viajero: “Visto uno es como si todos se hubieran visto, porque es igual entre ellos el metal de voz, el acento, el aire, el traje, y hasta la fisonomía misma lleva en todos una semejanza rara. Todas sus facciones, su color (…) revelan al momento su descendencia pura (…), aunque su embrutecimiento y torpe inteligencia niegue el parentesco con los antiguos habitantes de la planicie”.

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