Sin nada en la nevera

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Mi mamá compró una nevera hace una semana: alta, plateada y arrogante como una cápsula espacial. Cuando fui a conocerla, algo ganó mi atención inmediatamente: sobre su “techo” no había nada, mientras que en la puerta habían sido acomodados varios sticker magnéticos con los teléfonos de una droguería y una tienda de pollo asado. Sin ánimo para ver lo demás y con algo así como un dolor en el pecho, pensé en los tiempos idos —o casi— en que la cima de la nevera era lo más parecido a un baúl de curiosidades.
Por indudable influjo de la televisión y por esa glamurosa visión de mundo de quienes aspiran a estar a la vanguardia —así sea en lo tocante a cómo sonarse las narices—, las modas del gran mundo ya se tomaron nuestra cotidianidad. Porque, en el caso que aquí nos ocupa, no sólo es que el nuevo diseño de los electrodomésticos altere las lógicas domésticas de antaño: también ocurre que más de un parroquiano, por su delicioso esnobismo, quiere convertir su cocina en las que aparecen en Alf o Two and a half men. Al respecto tengo un argumento irrebatible: hace cosa de un mes, mientras hacía las veces de aburrido chaperón en una fiesta a que había sido invitada mi hija, tuve ocasión de comprobar que en la nevera de aquel hogar había sido pegado un examen bimestral de la niña anfitriona. Juro que, por un momento, me creí en la casa de The Simpsons, y casi me convencí de que en el papel había sido marcada una “A+” sobre el nombre de la pequeña Lisa; sólo un cuarto de hora después, con la algarabía producida por la caída de la “olla”, recordé que estaba en Medellín.
Mi nevera, hija de otro siglo, sirve como ejemplo del variopinto lote de cosas y cacharros que los días van juntando sobre el testuz de sus congéneres. Como un aporte al costumbrismo literario divulgo el inventario: una coca repleta de monedas viejas, un billete de dos mil pesos sin dueño conocido, un frasco de Dolex niños con un cuarto de jarabe, un manojo de llaves perdidas, un fragmento de zanahoria de cerámica para colgar en la pared, una cesta para huevos (sin huevos) en forma de gallina, un paquete de galletas con crema vencido desde el mes de agosto, una pelota de goma decomisada al más pequeño de casa, una calculadora sin pilas y un candelabro de bronce con una vela amarilla y sin pabilo. La vocación para recibir cualquier objeto parece exclusiva de la lata superior de los refrigeradores, al punto que la expresión de dejar tal o cual cosa “encima de la nevera” acabó por hacerse popularísima y entrañable. Hasta me sé un chiste terriblemente obsceno que compromete dicho sitio.
No se crea que soy de aquellos románticos que no usa celular o que despotrica contra el correo electrónico por el sólo hecho de suponer el fin de los teléfonos negros de abuela o de las estampillas con Rafael Pombo. Lo que haya de cambiar para mayor fluidez de la vida, que cambie. Lo que me quita el sueño son las mudanzas caprichosas: esas que borran nuestras costumbres inútiles para implementar las costumbres inútiles de otros. ¿Por qué cambiar el mugriento bazar criollo de nuestras neveras por el caos de papeles colgados de los electrodomésticos de los gringos? ¿Qué ventaja se desprende del hecho de trocar un rasgo folclórico por otro? Ninguno, y es claro que, en cambio, algo se resta en el saldo de la identidad malbaratada.
Hoy, más allá de las neveras con cima pulcra y exámenes en la puerta, también ocurre que las hamburguesas se piden con bacon y no con tocineta, y que los niños esperan los regalos de Navidad bajo el árbol de la sala y no a los pies de sus camas. No discuto que son fruslerías; el problema es que a ellas están amarrados, no pocas veces, el humor, la sabiduría popular, la poesía, el recuerdo de los que ya no están y el tema para las columnas.

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