Ser mujer no es una opinión

¿Cuál sociedad es más injusta con las mujeres: la que las obliga a esconderse o la que las obliga a empelotarse?  ¿La que las marchita bajo un burka o las somete a los escotes abultados?

Por el Día de la Mujer, me dijo la “mona” del puesto de flores, estirándome un botón de rosa envuelto en papel transparente.

Veníamos de hacer ejercicio con Camelia, las dos con la lengua afuera, y tardé unos segundos en darme cuenta de que el regalo era para mí. (Camelia, que cree que cualquier cosa es un hueso, empezó a mover a mil la batidora que lleva por cola). Iba desprevenida, la fecha me tiene sin cuidado; para conmemorar el riesgo histórico que ha supuesto la osadía de ser mujeres, están todas las horas de todos los días de todos los años. Hasta creo que alcancé a pensar en rechazarlo. Pero vi su sonrisa de oreja a oreja y lo recibí.

El botón fue abriendo y una flor plena y hermosa tomó posesión de mi escritorio, como una alegoría. (“Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante”, ¿se acuerdan de El Principito?).

Hasta el último pétalo fue inspiradora y bella mi rosa.
Traigo a cuento esta historia, ni sé por qué. Tal vez porque adoro las rosas (y las camelias); o porque mientras el camino de los hombres ha sido de flores -culturalmente todo se lo han merecido-, el nuestro ha sido de espinas, con sangre hemos tenido que demostrar –lo seguiremos haciendo hasta que tomemos posesión del escritorio- que merecemos lo que nos merecemos; o porque tengo la certeza de que unos y otras somos seres humanos que florecemos en la misma rosaleda, con espacio para muchas y diferentes primaveras.

O porque no servimos para adornar floreros, ni permitimos que nuestros pétalos sean tapete para que otros pisen. O porque…, podría seguir ahondando ayudada por estadísticas, en realidades dolorosas para el género femenino, mas cedo el turno –no soy activista de nada, no pertenezco a ningún colectivo, voy por libre por la vida- a las feministas que tan bien hacen su trabajo.

Ah, pero también pudiera ser porque desde hace tiempos tengo una pregunta zumbando en mi cabeza: ¿cuál sociedad es más injusta con las mujeres: la que las obliga a esconderse o la que las obliga a empelotarse? ¿La que marchita la rosa bajo un burka o la que la somete a la intemperie de los escotes abultados, los bluyines a punto de reventar, los rostros almidonados de patos lacados, las expresiones congeladas?

No creo que sea ética ninguna de las dos estéticas; ambas cosifican a la mujer. La de allá porque al considerarla un pecado andante la saca de circulación, la de acá porque si no es joven-bella-rica eternamente, también hace lo propio. De ahí el afán por detener el calendario que sienten tantísimas “rosas” de nuestro jardín. Las calles están repletas –perdón por la sinceridad- de mujeres que llevan la máscara horripilante de la belleza quirúrgica, por cuenta de haber caído en el vicio de los bisturíes. (No entiende uno que haya cirujanos que accedan a realizar tales desastres). Saber que muy bien hubieran podido invertir tiempo, dinero y esfuerzos en mejores causas. En avanzar, por ejemplo, en la consecución de la equidad que nos corresponde en este mundo, para lo cual todas, sin excepción –y con la ayuda de tantos hombres conscientes- tenemos que aportar con unos o varios granos de arena. Desde la propia perspectiva, cada rosa es única.

ETCÉTERA: A manera de colofón: ser mujer no es una opinión.

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