¿Prostituta en el Lleras? Toda la vida

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El parque es una plaza deseable para las trabajadoras sexuales por la gran cantidad de extranjeros que acuden. Ellas buscan y son buscadas 
 

Por Laura Montoya Carvajal

Como juega la selección Colombia, Jessica se pinta las uñas de amarillo, azul y rojo. También se pone la camiseta del equipo, se maquilla de azul los párpados, y se suelta el cabello rubio. Como llovizna a las 10 de la noche del sábado, Jessica hace su usual paseo por el lateral del Parque Lleras bajo una sombrilla roja, moviendo las nalgas operadas y pendiente de los cabellos rubios y pelirrojos, los ojos azules y las estaturas de extranjero.

Ante un hombre así la mujer comienza el llamado: “Venga mor, qué más”. Sin problema acepta que los toca, les menciona las palabras ‘sexo’, ‘compañía’ o ‘sucki sucki’ (es decir, sexo oral), y así trabaja, desde hace tres años, en la zona de El Poblado. Según ella, todos los hoteles del lugar los conoce, porque a todos ha entrado con los que aceptan pagar por su compañía. También la llevan a moteles y apartamentos.

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“¿Los paisas? son muy agarrados, no pagan bien. Un cuadre con un gringo son 200 o 500 mil pesos y los de acá ofrecen 70”, sopesa ella. Buscando un ‘cuadre’ o dos por noche, trabaja de miércoles a domingo en este parque, que dice ella, siempre ha sido igual en lo que a prostitución se refiere. La rubia calcula que hay al menos 40 mujeres (entre las que cuenta también transgénero) y 4 hombres trabajando este oficio en el Parque Lleras.

“A las menores de edad las sacaron hace tres meses, pero siguen algunas por ahí escondidas de 13 o 14 años, en las discotecas o en esquinas. A los extranjeros no les gustan los problemas y piden cédula, pero no falta el que las busque”, prosigue.

Además de pasearse y sentarse sola a mirar “pollos bellos”, Jessica también entra a las discotecas a bailar, pero acepta que no a todas la dejan pasar, probablemente por ser transgénero. También dice que algunos extranjeros son groseros o violentos, cuando están alterados por la droga o el alcohol. Aun así, a sus 38 años y después de haber pasado por varias ciudades de Colombia y Venezuela y desde los 9 años en el negocio de la calle, espera viajar a Europa y casarse con un hombre rico allá. O al menos dejar su oficio y montar una peluquería.

A Marisol no le gusta gritarle a los hombres ni llamar su atención tocándolos. Con un escote en su camiseta negra, una cadena de plata y el cabello suelto, dice que quien está buscando trabajadoras sexuales simplemente se acerca a ella y le pregunta si está trabajando y por su tarifa. Ella también busca a sus clientes en las discotecas, pero dice que no ha tenido problemas para ingresar a ninguna de ellas. “A los comerciantes les chocan las travestis porque les dan mala imagen, por eso no las dejan entrar”.

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La mujer indica que siempre ha trabajado en el Lleras. “En los últimos años se ha hecho más notorio porque han venido más travestis, pero de resto, siempre ha sido igual”. Ella declara que no ha tenido problemas con nadie, excepto por algunos vendedores ambulantes que les piden dinero por trabajar. “Yo no les hago caso. Ellos no me están consiguiendo los clientes”. A lo que le tiene miedo es a que le toque un mal cliente: “Uno se monta en un taxi y no sabe con quién va ni para dónde”, explica.

Dolores no trabaja usualmente en el parque, por lo que se sorprendió cuando acompañó a unas amigas a buscar clientes allí. Ella no recordaba, como afirman las otras dos mujeres, que siempre hubiera habido prostitución “de calle” en el Lleras. Sus amigas trabajan como ‘prepagos’, sentadas en un bar. “Pedís un trago y te sentás a esperar. El cliente llega y te invita, y hasta los meseros ayudan. Te vas con el tipo y le cobrás 300 o 350 mil una hora o 100 dólares. Los dueños de los negocios saben eso y están de acuerdo”, describe Dolores.

Aunque ha trabajado por años como acompañante sexual, se siente incómoda con las mujeres que se ofrecen en el Lleras. “Vi muchas menores, muchas mujeres viciosas también. Ya parece un Raudal fino, y no creo que sea el lugar para hacerlo. Creo que cada cosa debe tener su lugar. Me dijeron que hay mujeres que cobran 50 mil pesos en la calle”, dice indignada.

De aquí a allá, dos jóvenes transgénero caminan sobre tacones altos, con faldas cortas y cabellos largos hasta la cintura, y se sientan a esperar al borde de un muro. Jessica saca la lengua cuando pasa un hombre alto, vestido de negro y blanco que la ignora, y Marisol camina con calma hacia la escultura que representa a dos individuos desnudos. Al borde del jardín que rodea esta obra de arte, un hombre le muestra a otro una foto de sí mismo desnudo junto a una mujer en su celular. Una joven pelirroja está sentada a un metro de él, mirando al frente. Un hombre de azul, de apariencia nerviosa, se le acerca, intercambian un par de palabras y salen caminando hacia la calle 10 sin hablar.
Todos los nombres fueron cambiados.

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