Por culpa de Kafka

   
  Por: Juan Carlos Orrego  
 
No hace mucho me contaron la increíble y triste historia de un hombre que fue acusado de haber violado a su hija y que, tras demostrar su inocencia con pruebas más irrefutables que las que hundieron a Fujimori, todavía padece la privación del derecho de entrevistarse con su retoño: los esbirros de la ley, prejuiciados y tendenciosos, no acaban de convencerse de que el cuitado padre no sea una fiera antropófaga. También supe, hace un par de días, que otro papá desgraciado perdió la custodia de sus hijos con una madre alcohólica que, gracias a un torrente de lágrimas de cocodrilo (por lo demás imposibles, dada su deshidratación crónica), logró poner de su lado a una jueza sentimental. Para colmo, a un amigo mío se le llevaron el hijo para otro país, sin su consentimiento pero sin mayores consecuencias, habida cuenta que lo hizo, muy campantemente, la mamá de la criatura.
Está en su apogeo la idea de que los padres son lobos en potencia, corolario de aquella otra que pone piel y corazón de oveja, indistintamente, a todas las madres. Por supuesto, nadie puede negar que en la entraña de ese recelo palpitan, todavía en carne viva, numerosos y detestables crímenes nacidos del exceso del zurriago o de los apetitos paternos. Sin embargo, también es claro que la exagerada asunción de la idea debe mucho a un entusiasmo retórico y militante en mala hora propalado; un entusiasmo efectista que acaso se inicia con las tropelías literarias de Kafka contra su padre (escritas con toda la gracia del genio de Praga y puestas a la venta, en edición pirata, en todas las papelerías del mundo), que luego se remoza con la hiperbólica publicidad que sociólogos y escritorzuelos locales hicieron a aquella frase de que “Madre solo hay una y padre es cualquier hijueputa” y que acaba (¡pero no acaba!) con las consignas de la Inquisición feminista prohijada por las últimas alcaldías de Medellín.
Por fortuna, el bando de las buenas tiene sus traidoras, y una de ellas —la que más quiero— me ha puesto en conocimiento de un precioso dato etnográfico. Mi informante, maestra en una zona de mucho revuelo social, ha podido comprobar que buena parte de los hogares que conforman esa comunidad educativa está regentada por papás solitarios; por hombres a quienes sus mujeres llenaron de hijos antes de poner pies en polvorosa y con propósitos nada inocentes. Yo, que por motivos laborales de difícil explicación he hecho la sopa de mis críos por espacio de dos años y medio, siento una genuina simpatía por esos héroes anónimos. Sin embargo, que ni ellos ni yo nos creamos a salvo de nada: la insospechada tendencia social del amo de casa no es tenida en cuenta —por desconocida o por contraria a la filosofía en uso— en las comisarías de familia. Sé muy bien que el día nefasto (aunque felizmente remoto) en que mi esposa quiera arrebatarme mis hijos, bastará para mi perdición el argumento de que tomo cerveza en el Guanábano o que me afeito una vez al mes.
Buena parte de nuestros códigos está pervertida por obra de un moralismo obstinado cuya musa, por desgracia, no parece ser la realidad social sino la caricatura estereotipada. Una pedagogía llorosa y mucha demagogia reemplazaron una mirada de verdadera ciencia social, y así nos va. Producto de esa misma hipertrofia son las leyes alcahuetas y perniciosas que ponen a los menores de edad por fuera de las responsabilidades y el buen juicio. Ah, y a propósito: que nadie tenga dudas de que la culpa de que haya tanto malandrín con pantalón corto la tienen los papás aviesos o pusilánimes. Porque, ¡qué cosa horrible es el padre! ¡Felices Adán y Marco Fidel Suárez que no lo tuvieron!

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