Por: Juan Carlos Orrego  
 
El terremoto de Haití, más allá de la sorpresa por la magnitud de su devastación, puso ante los ojos del mundo un mosaico de escenas que —hay que decirlo— muchos encontraron natural: al fin y al cabo, allí se reflejaba la extremada miseria y la violenta desesperación de un pueblo que se suele distinguir como de tercera categoría. Por esos días, mientras me tomaba alguna cosa en un lugar público con televisor, alguien, ante la imagen de una nube de haitianos peleándose por un saco de harina, comentó con satisfecha y despectiva seguridad: “Esos negros son unos animales”. Lamentable frase en la que, más que la ponderación de un accidente específico, asomaron su cara inmunda los sempiternos prejuicios contra los nietos de África.
Pareciera que la corteza terrestre tuviera algo así como un instinto de implacable justicia antropológica —no en vano muchos mitos se figuran el planeta como un ser pensante—, porque no mucho tiempo después del sismo caribeño puso a prueba las atrevidas consideraciones de los hombres con una segunda jugada de su severo ajedrez: el terremoto de Chile. ¡Chile, justamente! Chile, la infatuada Europa de América Latina por su prosperidad económica y su sabiduría empresarial; la que, por décadas, no ha tenido negros —como no sea el café con leche de Jean Beausejour— en su selección de fútbol (¡ese deporte plebeyo!). Pues bien, los morbosos boletines de los noticieros mostraron, ahora en versiones con poca melanina, lo mismo que ya se había visto en Haití: ciudadanos saqueando tiendas y peleándose a los mordiscos por un paquete de pañales o un tarro de leche. Nadie dijo, sin embargo, que esos blancos y mestizos eran bestias desatadas: más bien, afloraron compungidas explicaciones sobre el hambre inimaginable y la comprensible zozobra ante el fantasma de la súbita ruina.
Después del terremoto austral tocó a algunos bogotanos hacer de saqueadores desalados durante un paro de transportadores públicos, y supongo que por estos días lo son los chinos sacudidos por la interminable rasquiña de la Tierra. De modo que la rapacidad —si es que de eso se trata— no tiene nada que ver con el color de la piel, el ángulo promedio de la abertura de los ojos o el carácter chato o puntudo del hocico. Medio siglo atrás, el escritor francés Albert Camus —Premio Nobel de Literatura de 1957— enseñó en su novela “La peste” las limitadas y, al mismo tiempo, universales posibilidades de la especie: ante las desgracias aparecen invariablemente quienes, por un lado, se solidarizan con la humanidad aporreada, y quienes, sin pudor, se aprovechan de ella. Así, el carnaval de máscaras opuestas sería el mismo —fue el mismo— tanto si se vive en Puerto Príncipe como en Concepción.
Pero sin que importen tales razonamientos —porque, en algunos temas concretos, a las ciencias y filosofías humanas les pasa lo que a los candidatos presidenciales: nadie cree en sus sentencias a pesar de la vehemencia del discurso— hoy todavía se juzgan y analizan hechos según si el pelo de los protagonistas es crespo o si en su nariz se erigen verrugas, y hay quién sigue pensando, como Lombroso, que la apariencia física delata a los malvados. Un último botón en la muestra: cuando, como Lech Kaczynski, se es un presidente blanco despanzurrado en un avión, la triste aventura es incluida hasta en las preguntas de los programas de concurso o los juegos tipo “Sabelotodo”, mientras que a duras penas puede encontrarse, en los recovecos más ociosos de Internet, el nombre de Juvénal Habyarimana, el presidente de Ruanda cuyo avión voló en pedazos en 1994.
Qué duda cabe de que lo negro no está en la piel de nadie sino en el alma de quienes creen representar el sentido común.

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