Misa de gallo

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
En el largo mes que va entre columna y columna suelen marchitarse temas que el atormentado cronista había logrado parir con algún dolor (quienes se dedican a este oficio sabrán del agobio de estar, una y otra vez, en busca de un asunto). Por ejemplo, a la fecha en que doy a luz estas líneas ya ha sido eliminado el DIM de la Copa Santander Libertadores, perdiéndose la oportunidad de zurcir algunos párrafos sobre los extraños partidos de media noche —o casi— que este famosísimo club tuvo que afrontar. Aquí va la columna que, a pesar de todo, no quise abortar: entiéndase como una ofrenda puesta sobre la tumba de mi equipo.
El fútbol parece haber sido inventado para ser jugado de día: lo prueban sus rutinas de misa dominical y, sobre todo, el hecho de que en cantidad de estadios del mundo haya una tribuna conocida popularmente como “Sol”. Sin embargo, el frenesí humano —causa de que todo se intensifique y amontone— terminó haciendo que también se jugara en la prima noche de los miércoles; sesiones que con el tiempo invadieron todos los días de la semana y todas las horas, a tal punto que el ya mencionado torneo continental ha deparado para algunos partidos jugados en Ecuador, Colombia y México horarios que, francamente, tienen que ver más con apariciones de vampiros que con el esparcimiento deportivo.
El heroico Independiente Medellín jugó partidos que empezaron cerca de las diez de la noche y que depararon para sus hinchas extrañas sensaciones entre las que, acaso, la menos extraña fue aquella de paladear insípidos empates. Me refiero a las experiencias que, más allá de lo deportivo, están ligadas a las supersticiones nocturnas. Decía el poeta gaucho Leopoldo Lugones que en algún momento de la jornada se empieza a sentir algo así como el “miedo de lo demasiado tarde”, y basta tener dos dedos de frente para calcular que esa zozobra debe apoderarse de quien, a horas en que debería estar lavándose los dientes o buscando el bluyín del día siguiente, se encuentra sentado en una gradería comiendo crispetas o cantando los himnos que estimulan el combate deportivo; o peor: cantando un gol amplificado por treinta mil gargantas, a riesgo de despertar a la ciudad dormida. Debe aclararse sin embargo que, para bien de la sosegada ciudadanía, dos de los partidos jugados por el equipo del pueblo se cerraron vírgenes, con intactos cero por cero.
La verdad es que ya estábamos preparados a medias para vivir esas balompédicas misas de gallo: el Mundial Corea-Japón de 2002 ya nos había obligado a ver rodar la bola desde ese permanente fuera de lugar que es no estar en la cama a la hora de las más espesas sombras. Aún así, cuando acababan las emisiones de aquel campeonato oriental bastaba apagar el televisor y zambullirse entre las cobijas (si no era que uno había caído vencido entre ellas, sin darse cuenta, a los quince minutos del primer tiempo). Lo nuevo de la experiencia de los días recientes es el extraño volver a casa; el descubrirse, a horas non sanctas, vestido con una camiseta número 10 y con una bandera terciada sobre el hombro. Como si sufriera la peor resaca, uno salía del estadio sintiéndose clandestino y culpable.
Esta anécdota, lejos de servir para que la industria televisiva cobre conciencia de los exabruptos nacidos de su desmedida ambición, quizá tenga la mínima utilidad de condimentar la ambigua fama del equipo vestido de rojo y azul. Como por ahora no resulta muy adecuado llamarlo “El Poderoso”, esta reciente historia de Copa Libertadores —y a las horas dementes de los partidos súmese el cansancio que pareció dejar en los jugadores— permitirá, al menos, llamarlo “El Trasnochado”.

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