Master Chef: sí pero no

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¿Quién vio una mazorca? ¿Dónde mostraron una yuca? ¿Dónde estaban los fríjoles? ¿Quién se atrevió a cocinar una arracacha o una haba?

/ Julián Estrada

La producción es estupenda: locaciones, sets, cocinas, equipos, iluminación, efectos, accesorios, mercado (con todo tipo de productos), escenografías, manejo de cámaras. Para una gran mayoría del público, el programa es maravilloso y como corresponde a una franquicia internacional, es una osadía dudar de sus bondades, opinar en su contra. La verdad es que sus libretos están plagados de contradicciones. Veamos:

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1º) En aras de aparecer como un programa democrático, la convocatoria de RCN permitía participar a personas de todas las clases sociales y oficios. No fue prerrequisito saber qué era “ser chef profesional de cocina” y mucho menos se exigían estudios profesionales del oficio, bastaba con ser aficionado. Sin embargo, en el primer programa a más de uno lo mandaron para el carajo por no conocer los vericuetos y secretos del oficio profesional… así de sencillo.

2º) Parecería que esgrimir un permanente despotismo fue una exigencia del libreto para los jurados: mucho grito, mucha furia, demasiada rudeza para argumentar que se estaba haciendo un programa que busca “ensalzar” el oficio de la cocina. Yo no estoy de acuerdo con los gritos, las ironías, los regaños y las actitudes humillantes. Sentí vergüenza ajena cuando el chef español tiró al suelo –y sin probar– la preparación de un concursante. Lo anterior roza en el insulto… y las humillaciones continúan siendo permanentes.

3º) Actualmente, jengibre, vinagre balsámico, semillas de amapola, sake, mirin, katsuobushi, fideos de arroz, miso, panko, wasabi, macadamias, chiles, chiplote, totopos, nachos y un extenso etcétera con sabores picantes y agridulces se asumen como ingredientes in de la cocina contemporánea en todo el mundo. Seguramente esa fue la razón por la cual –con la excepción de una mujer barranquillera que presentó un plato en hoja de bijao–, los concursantes en el primer programa no utilizaron nuestros productos más representativos.

¿Quién vio una mazorca? ¿Dónde mostraron una yuca? ¿Dónde estaban los fríjoles? ¿Quién se atrevió a cocinar una arracacha o una haba?

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De igual manera, la abundante presencia de langostinos y chuletas de cordero me hicieron creer que en Colombia dichos productos son pan de todos los días. En cambio sí brillaron, y siguen brillando, por su ausencia el bagre, la arepa, el bocachico, la morcilla, la longaniza, la costilla de cerdo y el tocino. Así las cosas, casi se tragan viva una mujercita que se atrevió a concursar con una sopita (léase caldo) de bolo (vitoria) y costilla. Peor suerte corrió un agente de policía quien, por simpatizar con el jurado, se atrevió a opinar sobre la cocina cartagenera; no les faltó sino pegarle, el hombre salió corriendo del set y en sus oídos todavía resuena el título de Cartagena de Indias en la olla.

Indiscutiblemente, la imagen que deja el programa sobre el oficio profesional de cocina es nefasta. Ante todo, da la sensación de que la cocina a fuego lento, la cocina reposada, conversada y amable ya no existe, y parecería que quien se compromete con esta profesión está condenado a padecer todo tipo de vejámenes, gritos e improperios por parte de sus superiores, además de tener que asumir una cotidianidad totalmente acelerada, donde la serenidad, la calma, el buen humor y la sonrisa no existen. Aclaremos: como muchas otras profesiones, convertirse en chef exige que su proceso de formación no sea propiamente un camino de rosas, pero cuando se corona… se agradece a la vida por haber encontrado en la cocina la más amable y gratificante fuente de existencia y conocimiento.

Da tristeza que se hagan programas de televisión cuyas producciones valen trillones y a la hora del inventario final la ausencia de beneficios tangibles para la cultura culinaria colombiana, aquella que llaman gastronomía, es una verdadera minucia.
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