¡Llevar mi botella es un elogio!

La solicitud era simple: ir al restaurante, hacer un consumo y que yo llevara mi vino, con pago de descorche: un Merlot francés que allí no tenían en su carta. El elogio no caló…
/ Juan Felipe Quintero

Llamada número uno. La hice convencido de que tendría un “sí, con mucho gusto, bienvenido siempre”. Cliente es cliente, tengo la razón (o eso nos han dicho) y no es que les estuviera haciendo una solicitud tremendista o estrafalaria.
¿Y qué me respondieron en el restaurante? Para mí fue un “no” disfrazado de “sí”. Y un momento de verdad con balance de insatisfacción.

La solicitud era ir al restaurante, por supuesto hacer un consumo (pagarlo) y, aquí estuvo la clave, que yo llevara mi vino. Un Merlot francés, ni el más costoso ni el más famoso, de esos por los que un coleccionista chino vendería los dos ojos. Un Merlot francés que quería tomarme esa noche y que, atención, el sitio elegido no tenía en su carta. Y ya.

“Si es un cheté (chené, chaté, choté, el hombre en la otra línea dijo de todo) le tengo que cobrar duro. Aquí no tenemos esa política de cobrar el descorche, pero yo le ayudo. Eso sí, le digo, si es un cheté (chené, chaté, choté) tendrá que pagar bastante”. Tremendista.

El cobro “duro” fue calculado en 80.000 pesos. Cuando le dije que el Merlot no era del más alto perfil y que, a precio de tienda, su valor es de 30.000 pesos, reconsideró la tarifa: “Entonces le cobro 30.000”.

Un “hasta luego, gracias” cerró la conversación, que no siento que fuera entre cliente y anfitrión sino que tuvo más un tono de señor azaroso (yo) y su víctima (él).

Llamada número dos. Y aquí sí se me vinieron con un no de plano, argumentado de una manera singular: “No aceptamos que usted traiga su vino, ni pagando el descorche, porque aquí tenemos vinos”.

Mi demonio interior (usted también lo tiene) comenzó a vociferar: decile que ella no sabe, que ella no tiene el Merlot tuyo, que ella no tiene idea…”. Pero, con el demonio bajo control, el desenlace fue de “hasta luego, gracias”. No hay que pelear.

El “aquí tenemos vinos” es una respuesta a la ciega. Claro que deben tener vinos, la clave es cuáles y no lo digo solo por mí. Si alguien tiene un antojo delicioso, poderoso y atrapante de tardear con un cosecha tardía (con quesos, por ejemplo) ¿el restaurante tiene ese vino? Porque no se trata de vender en bruto una botella sino de satisfacer un deseo con precisión, amabilidad, oportunidad. ¿O en el restaurante creen que como son vinos, todos sirven para lo mismo? ¿Que un tardío presta los mismos atributos que un seco blanco o que acompañar un ceviche de camarones, de buena acidez, da lo mismo con un tinto como el Malbec que con un Sauvignon Blanc? No es lo mismo. Lo deberían saber, más cuando en cada botella tienen una minita: lo que en supermercado vale 40.000 pesos en restaurante se eleva fácil a 70.000.

Y también deberían valorar la propuesta de un cliente de llevar su botella. No es un chanchullo el que va etiquetado, no es una treta para voltear la cuenta a favor. Es, simplemente, un elogio a la manera de “me gustan tanto tu lugar, tu cocina, la experiencia integral que das, que la quiero redondear con un vino al que le tengo un cariño especial (¡y que vos no tenés!).
Pero el elogio no caló…
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