¿Leer sin mapas? ¡Cómo se le ocurre!

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Papá Google, con sus Google Maps, es ahora mi regocijo, mi cómplice, mi lazarillo en los territorios siempre infinitos de la ficción literaria

/ Esteban Carlos Mejía

Leer, además de un goce casi bígamo, era un trasteo incesante. Un trasteo de libros, digo. Leías un párrafo de Lecram, por ejemplo, y querías saber dónde quedaba Combray. Tocaba buscar en los abigarrados mapas del Pequeño Larousse Ilustrado o en las iconografías del Hammond Atlas of the World con sus páginas de papel satinado y la meticulosidad de sus cartógrafos. Vaya lío. Combray no aparecía por ninguna parte. Ni Comala, México. Había varias Santa María, pero en ninguna vivía Juntacadáveres. Y Macondo, a veces, era apenas un puntico diminuto, valga la redundancia, en Angola o Mozambique.

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Eso sí, en el omnisciente Hammond figuraba, milla a milla, la ruta despavorida de los okies de Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Clarksville y Ozark y Van Buren y Fort Smith, hasta el límite de Texas. Y todos los caminos a Oklahoma City, desde Tulsa, desde McAlester. Desde Wichita Falls y Enid. Edmond, McLoud, Purcell. El Reno y Clinton (Clinton, Bill o Clinton, vil). Hidro, Elk City y Texola. Panhandle, Shamrock y McLean, Conway y Amarillo. Wildorado y Vega y Boise. Tucumcari y Santa Rosa y a través de la montaña del Nuevo México a Albuquerque, donde baja el camino a Santa Fe. Luego por el Río Grande a Los Lunas y después hasta Gallup. Y entonces las altas montañas. Holbrook y Winslow y Flagstaff, en Arizona, Ashfork y Kingman, y otra vez las montañas de piedra. Luego al Colorado. Al otro lado, California, y el primer pueblo es precioso, Needles, en el río. Y allí empieza el desierto, el terrible desierto, donde a simple vista, las distancias parecen menores, y las montañas negras cuelgan a lo lejos. “Finalmente se llega a Barstow, y más desierto, hasta que vuelven a alzarse las montañas, las buenas montañas, y la 66 caracolea a través de ellas. Luego, de repente, un paso, y abajo el hermoso valle, naranjales y viñas y casitas, y a lo lejos una gran ciudad. Y, ¡oh, Dios mío, por fin estamos aquí!”.

Añoro los atlas, empezando por mi Hammond, compinche de mis lecturas novelescas. Pero, Dios me perdone, no los extraño. Papá Google, con sus Google Maps, es ahora mi regocijo, mi cómplice, mi lazarillo en los territorios siempre infinitos de la ficción literaria. Porque leer sin un mapa al lado es leer a medias. Peor aún, leer a oscuras.

* Body copy: “La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces.”

Javier Marías. Los enamoramientos, mayo, 2013.
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