Leer revuelto

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Nadie debería imponernos un canon al leer. Ni tutores, ni amantes, ni novios, ni compañeros de trabajo. Los dioses bendigan el despelote que Gutenberg creó con su imprenta

/ Esteban Carlos Mejía
Me gusta leer sin orden ni concierto. Mi método es no tener método. Me gusta leer sin hacerles caso a profesores cascarrabias ni a intelectualoides fanfarrones. Paso de un libro a otro, siempre con curiosidad y deseo, el antídoto perfecto contra la pereza, la anorgasmia o la inercia. Me gusta leer, por ejemplo, a Steven Weinberg, premio Nobel de Física, y su Explicar el mundo, espléndida historia de la ciencia desde los presocráticos hasta la mecánica cuántica. Y ese mismo día, sin transición, embarcarme en Juego de niños, la breve, pero hermosa novela de Guido Tamayo.

Me gusta leer a William Faulkner (Intruso en el polvo) y a Azriel Bibliowicz (Migas de pan), ir de la tradición, la familia y la propiedad del condado de Yoknapatawpha a la historia de un sobreviviente judío del holocausto nazi, secuestrado en Colombia, horror de horrores. Nadie debería imponernos un canon al leer. Ni tutores, ni amantes, ni novios, ni compañeros de trabajo, ni promotores de lectura en el Metro. A mí, por igual, me gusta leer los cuentos policíacos del Padre Brown, de G. K. Chesterton, y leer también los relatos de ciencia ficción de E. L. Doctorow, incomparables entre sí.

Leer revuelto es un placer orgiástico, y ahí me perdonen los fanáticos del conformismo, o como se llame ese estado vegetativo de solemnidad y mediocridad que consiste en contentarse con una sola lectura en el bachillerato o con dos o tres best sellers que, un lustro después, ya ninguno recuerda y a nadie interesan. Los dioses bendigan el despelote que Gutenberg creó con su imprenta.

* Día tras día. ¿Y la efeméride literaria de esta semana? El 5 de marzo de 1966 moría en Domodédovo, cerca de Moscú, la poetisa Anna Ajmátova, una de las críticas más consistentes y valerosas al totalitarismo de Stalin. Perseguida, espiada, silenciada, deportada, odiada por los esbirros del régimen, los poemas de Ajmátova pasaban de boca en boca o en trozos de papel que eran engullidos por sus portadores después de ser leídos en voz alta. Nunca se rindió: su lirismo jamás claudicó ante el oscurantismo y la ignorancia del estalinismo. Aquí, para antojarlos, una pequeña muestra: “Cuando escuches el trueno me recordarás / Y tal vez pienses que amaba la tormenta… / El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí / Y el corazón, como entonces, estará en el fuego”.

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* * Body copy. “Estaba en la mecedora frente al fuego vivo y llameante, envuelto en el centón como en un capullo, completamente encerrado en el inconfundible olor de los negros –aquel olor que de no haber sido por algo que iba a ocurrirle en un espacio de tiempo mensurable ya en minutos se habría ido a la tumba sin considerar especular nunca una sola vez que quizás aquel olor no fuera en realidad el aroma de una raza ni siquiera de la pobreza en realidad sino tal vez de una condición: una idea: un creencia: una aceptación, su propia aceptación pasiva de la idea de que como eran negros no se esperaba que tuviesen instalaciones para lavarse bien o a menudo ni que se lavaran bañaran a menudo incluso sin instalaciones para hacerlo”.
William Faulkner. Intruso en el polvo, 1948.

* * * Vademécum. ¿Anorgasmia? “Ausencia o insuficiencia de orgasmo sexual”. ¿Canon? “Catálogo de autores u obras de un género de la literatura o el pensamiento tenidos por modélicos”. ¿Centón? “Manta grosera hecha de retazos”.
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