Leer es para vagamundos

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¿Para qué leemos? Para aprender, gozar, odiar y amar, rabiar, olvidar. Leemos para ser letraheridos. Para dejar de ser lo que somos, fantasear o navegar por entre las nubes sin alzar vuelo del horripilante suelo donde descansan nuestras posaderas
/ Esteban Carlos Mejía

Aunque parezca increíble, sobran los imbéciles que creen que leer es una ociosidad, una pérdida de tiempo, una vaina de holgazanes. Estos cretinos piensan, además, que el que está leyendo no está haciendo nada. Por tanto, es un inútil, un perezoso, un haragán. Contra el destino nadie la talla, como dicen que decía el llamado Zorzal Criollo: “Si naciste pa’ martillo, del cielo te llueven los clavos”. Pobre gente.

Yo me pregunto, ¿para qué leemos? ¡Son tantas las respuestas posibles y probables! Leemos para aprender, gozar, odiar y amar, rabiar, olvidar. Leemos para ser letraheridos. Para dejar de ser lo que somos, fantasear o navegar por entre las nubes sin alzar vuelo del horripilante suelo donde descansan nuestras posaderas. Y para recordar, desear, curiosear, suspirar y malpensar. O tal vez leemos para satisfacción del amor propio, como en la novela La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, ese placentero vicio solitario que tanta aversión le da a los curas, sus más acérrimos adoradores. Leemos para ser felices. Y punto.

* Día tras día. ¿Y la efeméride literaria de esta semana? El 8 de mayo de 1937, hace 79 años, nacía en Glen Cove, Long Island, un bebé de mirada agnóstica y sonrisa clandestina, Thomas Pynchon, que con el paso de los años se convertiría en uno de los más ácratas, sarcásticos y agridulces novelistas estadounidenses.

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En las últimas décadas pocas personas, a excepción quizás de su agente literario, han visto a Pynchon en persona. No aparece en público por nada del mundo, aborrece de todo corazón, mejor dicho, con todo el hígado, a los medios de comunicación y les saca el bulto a los fotógrafos, por más sexys que ellas sean. Su fotografía más reciente tiene unos 40 años. Dicen que vive en México o en California o en cualquier otra parte. Ha salido dos veces en Los Simpsons. Tiene un libro de cuentos y ocho novelas. Yo me leído tres, Gravity’s Rainbow (El arcoíris de gravedad), de 1973; Vineland, de 1990, y Mason & Dixon, de 1997. Todas complejas, laberínticas y misteriosas, más fáciles de leer en inglés que en español, por culpa de las traducciones españoletas, chifladas por decir ‘coche’ en vez de ‘carro’, ‘piso’ a cambio de ‘apartamento’ y ‘calla, madre, calla’ en lugar de ‘chito, mamá, chito.’ Happy birthday to you, dear Pynchon. ¡Tómate una selfie, porfis!

* * Body copy.
“Resulta notable que las ficciones dramáticas más destacadas de la humanidad no hayan progresado como lo ha hecho la ciencia o aun la visión religiosa. El arte no se perfecciona mediante la tecnología. Los bisontes de las cuevas de Altamira no son inferiores a los mejores lienzos de la bienal más reciente y lo mismo sucede en la literatura. El Ulises de James Joyce no supera a Homero. En alguna época se creyó que la mitad del siglo XIX había sido testigo de una revolución de la sensibilidad y la visión. Se pensó que la poesía de Baudelaire y las novelas de Dostoievski eran de una especie diferente de aquellas que les precedieron. Sólo los más jóvenes, y pocos de ellos, admiten esto todavía. De hecho, hoy resultaría más fácil reunir argumentos convincentes en contra”.
Kenneth Rexroth. Recordando a los clásicos. 1986.

* * * Vademécum. ¿Letraherido? “Que siente una pasión extremada por la literatura”. ¿Empero? “Adverbio culto: sin embargo”.
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