Las plagas de Santa María

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Como los sobrevivientes no daban abasto para cavar tanta sepultura, decidieron abrir una fosa común y la dejaron abierta para seguir arrojando cadáveres

/ Gustavo Arango

El primero de agosto de 1514, Pedrarias escribió al Rey para darle cuenta de su llegada. Sin mencionar al reporte de Balboa, hizo una detallada descripción de la situación de la colonia y de la gobernación. Varios miembros de la expedición escribieron a la Corte y dijeron que el clima era pestífero y más pernicioso que el de Cerdeña. Se sentían en el infierno, y la lista de quejas era interminable. Decían que Santa María estaba en un valle profundo, rodeado por ásperos collados, por lo que sólo recibía los rayos del sol de manera perpendicular, y que aquella luz era incisiva y molesta. Se quejaban de la lluvia y los caminos pantanosos, y de los mosquitos que pululaban en las aguas estancadas. Decían que las pulgas y los sapos y otras alimañas brotaban cuando el sudor de los esclavos caía al suelo. Le pedían al Rey que ordenara a las ranas mantenerse lejos de la colonia, porque sus monótonos cantares hacían que los habitantes de Santa María enloquecieran de desesperación. Lamentaban que la villa no tuviera puerto y que los caminos fueran arduos, lo que hacía muy difícil conseguir y transportar provisiones. En el copioso correo llegaron noticias del perro que fue devorado por un cocodrilo en las calles del pueblo, y del tormento continuo por las picaduras de insectos y las mordeduras de murciélagos. El doctor Chanca, eximio médico de Sevilla que había escrito la crónica del segundo viaje de Colón, dijo que en aquel sitio llovía demasiado y que un rayo cayó sobre su casa, donde quemó todos los muebles e hizo salir despavoridos a sus ocupantes. Uno de los corresponsales dio testimonio de que los animales allí se agigantaban por la fertilidad del suelo, y que una cosa así sólo podía ser cosa del Diablo.

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Empezaban a pensar en soluciones al problema de alimentos, cuando una nube misteriosa empezó a acercarse a Santa María. Muchos salieron a la costa marina para intentar descifrar ese enigma oscuro y mudable, que a veces parecía asumir formas distinguibles de animales y demonios gigantes. No hubo tiempo de reaccionar. El día se oscureció de manera súbita. Antes de entender lo que ocurría, se vieron invadidos por millares de langostas enormes que atacaron sementeras y cultivos. En cuestión de pocas horas todas las plantaciones quedaron reducidas a un ripio vegetal. Era como si un ejército minúsculo y furioso lo hubiera cortado todo con tijeras.

Entonces la Muerte empezó a apoderarse de Santa María. Las calles se llenaron de gente en andrajos que habían sido ropas finas. Se arrastraban como muertos sin sosiego y mendigaban comida. Día y noche se escuchaban quejidos y oraciones y llantos de dolientes. Algunos disputaban las raíces y yerbas a los caballos. Otros ofrecían joyas y brocados a cambio de bocados. Morían quince o veinte cada día. Como los sobrevivientes no daban abasto para cavar tanta sepultura, decidieron abrir una fosa común y la dejaron abierta para seguir arrojando cadáveres. Muchos murieron de hambre por la mala repartición de las provisiones, pues el Gobernador había dispuesto de abundantes bastimentos para sus oficiales, a los cuales nunca les faltó nada, pero dejó desprotegidos a los demás habitantes de la colonia. Desesperados por el hambre, un grupo de famélicos intentó saquear el Toldo de las provisiones de los oficiales, pero terminaron por meterle fuego. Tres de ellos prefirieron arrojarse a las llamas que seguir padeciendo de hambre. Otros se internaron en la selva o corrieron a ahogarse en el agua dando alaridos. Después de varios días de exaltaciones y de gritos, Santa María fue cayendo en un sopor húmedo y pesado.

* Fragmento de Santa María del Diablo.
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