Las deliciosas y desconocidas carnes ahumadas del fogón chocoano

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Antes de entrar en materia deseo dejar muy en claro que voy a referirme a las mujeres del Chocó como “las sabias cocineras negras”, a las que respeto y admiro desde que tengo uso de razón. No sé si la antropología lo explica en sus leyes de comportamiento etnológico, pero es un hecho incuestionable que la mujer negra goza de una sazón propia que solo ella domina con ejemplar maestría. Su mano en la cocina es mágica y más aún cuando se trata de ciertos sistemas de preparación que exigen poner a prueba la piel. Me refiero a lo frito y lo ahumado.

Ahumar es fundamentalmente una técnica de conservación antes que de preparación. Es conocida en casi todas las culturas culinarias del mundo, pero subestimada por el hombre moderno. En nuestro país este sistema perduró hasta principios del siglo XX, tanto en las incipientes cocinas urbanas como en las tradicionales cocinas campesinas; sin embargo, con el advenimiento de la nevera fueron muy pocas las cocineras que continuaron con esta brega, razón por la cual actualmente solo en contadas regiones de Colombia se consiguen viandas preparadas y mantenidas en el tiempo con el característico sabor entregado por la acción del humo.

El Chocó es una de esas regiones donde afortunadamente lo ahumado continua vigente, por una simple y sencilla razón: después del color de la piel, hombres, mujeres, ancianos, adultos, jóvenes y niños viven en la cocina el vínculo más importante para su manera de ser. No en vano la sabiduría de la anciana cocinera negra argumenta: “El humo de la cocina nos tizna la piel, pero al mismo tiempo nos protege el espíritu”.

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Pero no se crea que las cosas surgen por arte de magia. Quiero decir que en el Chocó se ahuma no por la magnitud de su selva y la riqueza de sus maderas, sino por una historia de trabajos y oficios que exigían de ese ingenio desde épocas de palenques. Las carnes ahumadas de monte y los pescados ahumados de río y de mar se cruzaban en direcciones contrarias, permitiendo que el minero y el aserrador, habitantes de la selva más profunda, disfrutaran de sabores marinos, y a la vez el hombre del litoral disfrutara de lonjas de carne remitidas en canoa por sus parientes del interior, en un intercambio que hoy en día se sigue practicando.

El encanto del ahumado es que viaja hasta muy lejos y lo hace muy bien. En hornos de elemental artesanía, con maderas de guamo y de guayabo y con parsimonioso estilo, mujeres de sonrisa permanente trabajan durante días de sol a sol para ofrecer a sus familias, amistades y comadres, carnes de cerdo, pollo o pescado cuyo sabor solo ellas saben otorgar y con la garantía de que dicho manjar, aunque pasen y pasen los días, manjar se mantendrá.

De la tierra de las sabias cocineras negras he traído para Medellín los más delicados sabores del ahumado: longaniza de Istmina, albacora de Bahía Solano, perniles de pollo y costillas de marrano de Quibdó, las cuales empaqué por libras en senda caja de cartón, y que de manera recatada he repartido entre conocedores del fogón para esperar de ellos su sincera opinión. De la longaniza, más de uno comparó su sabor con aquellas de origen ibérico; de la albacora los elogios llegaron a similitudes con reputados pescados ahumados del Mar del Norte, y en cuanto a los perniles y costillas, se me alborotó el egoísmo y yo solita me los disfruté, convencida de que viandas con esta calidad de sabor son difíciles de encontrar en todo el país y en todo el continente.

No estoy exagerando. Ojalá tuviese el tiempo suficiente para mostrar este producto en restaurantes o comercios especializados, pues estoy convencida de su incuestionable calidad. Desafortunadamente soy muy mala vendedora y me muero de pánico con solo pensar en la cantidad de cajas de cartón que tendré que conseguir para lograr dar cumplimiento con el primer pedido.

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