La pasión de la vanidad

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La pasión de la vanidad
/ Sebastián Restrepo

Quiero seguir con la pasión de la vanidad, esa compulsión a confundir el ser con el reconocimiento del otro, con lo que se aparenta. La vanidad es la raíz de la exhibición en todas sus manifestaciones: senos artificiales, carros de alto cilindraje, diplomas, trofeos comerciales o sexuales; el vanidoso se pega siempre de las cosas hechas o tenidas para encontrar su valor en la mirada del otro.

El vanidoso se pierde en la apariencia y vive una doble tragedia: no solo depende de que los demás lo vean y valoren, sino que sabe muy bien que el valorado y reconocido es un falso yo. Termina perdiéndose en la cárcel de sus posturas, imposturas y exhibiciones. No sabe quién es el mismo. No se siente con derecho a ser y a valer por el simple hecho de existir.

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La vanidad es eficiente. Se entrena para buscar el logro y el éxito. Hace las cosas de forma precisa y expeditiva. Compite para sobresalir. Fracasar es una cara más del infierno. Desde muy temprana edad a las personas vanidosas las confundieron con sus logros. Nunca encontraron en sus progenitores la mirada de aceptación profunda, sino que se sintieron queridos en tanto lograban algo: altas calificaciones, excelencia deportiva, belleza estereotipada. Por eso el vanidoso se rechaza en el fondo, sin sus trofeos se siente perdido, inexistente.

¿No es esta la marca de esta cultura americanizada: orientación al logro, eficacia, estandarización, medición de competencias? ¿No vivimos sumergidos en una invitación callada a renunciar al ser por el tener, a dejar de ser auténticos para aparentar?
Las personas esclavas de la vanidad miden con su ojo calculador al otro, de quien esperan una mirada. Son brillantes socialmente, pero perfectos idiotas en términos de estar en sintonía con la propia alma. Son actores perfectos que saben mostrar su bella sonrisa blanqueada cuando se necesita. Se ponen máscaras y se asocian bien bajo el siguiente lema utilitarista: “Dime con quién te asocias y te diré quien eres”.

Cultiva la vanidad una belleza muerta, basada en cantidades y protocolos. Con formas definidas, pero hueca por dentro; una belleza sin alma.

La persona vanidosa importa los valores de los otros sin cuestionarlos. Está orientada hacia los demás: cambia de actitud o de apariencia según las modas. Necesita tener todo bajo control. La espontaneidad es, desde su punto de vista, algo cuestionable y peligroso. Al estar tan profundamente desconectada de su ser, desconfía de los procesos, impulsos y llamados del alma. Cree solamente en la historia repetida de la máscara ideal que suplantó a su ser auténtico.

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Sufre porque no tiene acceso a sus sentimientos profundos, no sabe quién es y desconoce sus verdaderos deseos. El precio de la vanidad es vivir exiliado del alma y morirse lentamente en medio de un doloroso y desatendido raquitismo espiritual.
Recuerden, por favor, que Narciso se murió ahogado mientras observaba embelesado su propia imagen.
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