La mujer biblioteca (II)

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Había un cuaderno viejo, lleno de papelitos. Las hojas tenían pequeños relatos y transcripciones de poemas. En la primera hoja había un nombre: Marilla Waite Freeman.

La venta de antigüedades estaba en un galpón, detrás de una casa centenaria. El negocio funcionaba como una cooperativa. El interior tenía calles y avenidas que recorrían los espacios asignados a cada socio. Solo abrían los fines de semana, y los socios se turnaban a lo largo del año para atender a los clientes.

Aquel día de noviembre las luces estaban apagadas y en la fachada había un cartel que ofrecía el espacio en alquiler. En la puerta había un anciano de hermosos ojos azules que hablaba con un grupo de clientes indecisos. Cuando me vio llegar, sus ojos se iluminaron. Me invitó a entrar y prometió que me daría muy buenos precios.

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Aquel lugar era la prueba de que hay clientes para todo. Al lado de los muebles y espejos y cuadros que cualquiera apreciaría, había muñecas rotas –como de película de terror–, un secador de pelo como cabeza de extraterrestre, baratijas salvadas del naufragio, revistas de famosos que nadie recordaba, fotos familiares que nadie conservó, basuras varias que aún tenían la tibieza de los que ya no estaban.

En la oscuridad y el frío, todo aquello tenía un aire espectral. Pude oír que el anciano se quejaba por lo mal que andaban las ventas. “Ahora todos quieren comprar en línea”. Ya ni siquiera tenían para pagar la electricidad. Aseguró que, en cuestión de semanas, lo que no se vendiera terminaría en la basura.

Como el ayuno hacía que el frío calara hondo, decidí concentrarme en el rincón de los libros. Al final escogí un par de joyitas que, sin embargo, no explicaban la urgencia que había sentido de visitar ese lugar. Cuando salí, el anciano me dijo que siguiera buscando, pero le di las gracias y me quejé por el frío. Por razones misteriosas, que cuento en un libro que está casi listo, regresé a ese lugar una hora más tarde. El viejo me saludó efusivo, me entregó una caja y me ordenó llenarla.

En una mesa poco promisoria había un cuaderno viejo, lleno de papelitos: cartas, listas, recortes de revistas. Las hojas del cuaderno tenían pequeños relatos y transcripciones de poemas. En la primera hoja había un nombre: Marilla Waite Freeman, que por una extraña razón me resultaba familiar.

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Entonces empecé a seguir impulsos que me llevaron a encontrar libros, cuadernos y manuscritos que fueron suyos, todos marcados con esa letra elegante y ese nombre del que parecía sentirse muy orgullosa. Como algunos tenían fechas y lugares, pude saber que Marilla había estudiado en la Universidad de Chicago alrededor de 1895.

El anciano sonrió cuando me vio con la caja llena y me cobró cinco dólares. Insistió en que siguiera buscando, pero le dije que ya estaba satisfecho. Volví a casa poseído por la euforia del hallazgo. Llevaba conmigo una vida que me había sido confiada: los sueños, pensamientos y emociones de una chica inquieta e inteligente que vivió hace mucho tiempo.

Al llegar a casa pensé utilizar la red virtual para intentar averiguar qué habría sido de su vida, pero decidí explorar primero la magnitud de mi tesoro. Abrí el primer cuaderno y desdoblé un papelito. Decía: “Por favor, ¿puedo salir a aullar?”. Sentí como si un sol acabara de estallarme entre los dedos.

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