La isla y el abismo

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  Por: Gustavo Arango  
 
Soñé la isla, no he dejado de soñarla. Soñé a Marilla en su cuarto del hotel Hudson, mirando el río desde su escritorio, bella y octogenaria, aferrada con rabiosa placidez a su ideal, imaginando un avión que sobrevuela las aguas, una ventana precisa, una mirada que la busca y que la encuentra sin saber que la encuentra. Soñé a la niña de la ferretería, leyendo una carta escrita en las márgenes de un libro, ensayando unas alas que sólo van a durarle algunos días. Soñé a Nereo, apoyado en las paredes, convenciéndose a sí mismo de que la danza celestial que acababa de mirar era verdad, que era verdad también aquella ancianidad desaforada. Soñé contigo, soñé que me despertaba. Soñé un llanto en la platea y una obscenidad en el oído. Soñé con la condesa, perdida y temblando bajo un puente de piedra, preguntándose quién es, qué hace allí, qué es aquella criatura enardecida y sedienta de rostros que la mira, dónde podrá correr a refugiarse de la incertidumbre y la derrota. Soñé un cheque gigante y un apretón de manos, un discurso sin testigos. Soñé con una niña de cinco años llamada Maripaz, diciendo que las cosas también hay que cuidarlas recordándolas. Soñé con un par de viejos amigos que volvieron a encontrarse después de muchos años, viendo caer la noche en la cima del mundo, poco antes de que la cima del mundo se volviera polvo y nada. Soñé con Carlos, cuidando un par de niños en un hotel de lujo. Soñé a Aliyyah, defendiéndose con risas, aprendiendo el raro arte de confiar. Soñé a Mateo tratando de entender puentes y túneles. Soñé con Nubia y Félix en el ringside del Madison, mirando distraídos la pelea de algún siglo. Soñé con Daniela y Margarita nadando en las multitudes navideñas de Macy’s, llegando hasta la esfera de los tiempos. Soñé con Héctor, a la entrada de su hotel en Gramercy Park, enseñándome a soñar. Soñé con Diego, preguntándose cómo hacerse dueño de su vida. Soñé que Judit tomaba mi mano y me conducía a la isla y me enseñaba que podía hacerla mía. Volví a soñarla diciendo en una lengua que ignoro las palabras más dulces que he escuchado. Soñé que Channell y Valentina hacían de la isla su playground. Soñé un libro mío en un estante de la biblioteca más hermosa de la tierra. Soñé una letra de mujer salvajes. Soñé que me soñabas. Soñé a Miguel llevando un manuscrito como si llevara el alma. Soñé que yo mismo llevaba el alma en un bolsillo. Soñé con Aura y con Ofelia, las reinas del West Side, organizando fiestas inmensas en apartamentos diminutos, haciendo de la isla un Aranjuez de carcajadas. Soñé la voz de Björk entrando por mis poros. Soñé que mi voz se perdía entre las ramas y los arcos de Washington Square. Soñé con una vendedora de muñecas que escribía mi destino. Soñé el terremoto y el eclipse. Soñé un acercamiento en el balcón de un teatro, el dolor y la dicha buscando palabras para poder tocarme. Soñé la ternura de una nube avellana. Soñé con Jacqueline en su carruaje, prodigando milagros, publicando este libro que no puede ser comprado. Soñé multitudes que reían, que aceptaban unánimes. Soñé un encuentro de infieles en una cama muy frágil; el color de un umbral hacia el pasado. Soñé con un libro abandonado en la calle, una miniatura en un museo, un esqueleto y una roca, una mujer de pelo negro. Soñé una despedida en un escarabajo y un reencuentro a la orilla del abismo. Soñé que te besaba, que aprovechaba un descuido de tu blusa para besar tu seno izquierdo, que reptábamos buscándonos y huyéndonos entre cobijas y sábanas, cubiertos a veces, hablando, buscando la entrega y huyendo de la entrega. Soñé que te acariciaba, que recorría tu sexo con dedos humedecidos, que me mirabas con ojos inmensos, cercanos, de pupilas dilatadas casi hasta ocupar el iris. Soñé que eras el abismo y que por fin yo me arrojaba.

* Capítulo del libro Impromptus en la isla, publicado por Book Prees NY, que será presentado este 15 de abril en el Queens Museum of Arts, de Nueva York.

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