La bibliotecóloga bajo la sábana

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El 24 de diciembre el diario “New York Times” publicó una crónica conmovedora titulada “Una muerte en la familia”. El tema: diez días antes una mujer había sido atropellada mortalmente por un camión de la basura, a las seis de la mañana, mientras cruzaba una calle en el distrito de Brooklyn Heights. Decía el relato que la policía bloqueó de inmediato toda la calle, en la gris mañana del naciente invierno, y cubrió el cuerpo de la señora con una sábana mientras poco a poco una pequeña multitud de transeúntes se arremolinaba y hacía conjeturas sobre quién yacía bajo la tela.

La fotografía de la crónica mostraba en efecto la escena: el bulto blanco extendido, en un extremo el bolso femenino y en el otro los zapatos en desorden y el gorrito de lana de la víctima. El cuerpo yació allí mientras el sol subía perezoso y la gente seguía pasando hacia sus labores o colegios, hasta que hacia las diez los médicos forenses “hicieron su trabajo” y se pusieron más sábanas encubridoras mientras el cuerpo era subido a una ambulancia y llevado quién sabe a dónde. Y todavía no se sabía el nombre de la occisa a pesar de que el barrio Brooklyn Heights es una zona tranquila donde todos más o menos se conocen de vista, familias pudientes con pocos hijos, solteros, separados, jubilados, sin muchos almacenes y unos cuantos colegios privados, las conjeturas crecían: que era una niñera, que era una mujer que iba en silla de ruedas, que era una empleada de la cafetería Starbucks tres cuadras abajo, nadie aseguraba nada.

Solo varias horas después “la realidad se filtró”, dice el cronista Jake Mooney: la atropellada era nadie menos que la directora de la Biblioteca de la Escuela de Leyes de Brooklyn, Sara Robbins, que quién sabe por qué fatalidad había decidido madrugar más que de costumbre. De 54 años, vivía sola a tres cuadras de donde ocurrió su muerte y a cinco de la Escuela, quizás, dijo alguien, “había decidido llegar más temprano a la Biblioteca, que se abría a las 8, ahora que los estudiantes preparaban sus finales”. Pero nunca -lugar común escribirlo- se sabrá por qué el maldito destino cruzó a la educada señora con el maloliente camión de la basura en esa mañana de diciembre, ni si ella ni si el conductor tenían el derecho al paso, ni mucho menos qué clase de últimos pensamientos asaltaron su alma mientras se desprendía hacia lo eterno, hacia la nada (el último Papa reveló que el cielo no existe), y veía su cuerpo, allá abajo, a unos metros del camión detenido frente a una iglesia. Uno de los testigos recordó después al conductor, a un lado, llorando.

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La señora Amabilia Guzmán, vecina puerta a puerta de la bibliotecóloga en el edificio donde vivía, la evoca: “Es bueno pensar en ella, su modo de ser, sonriente todo el tiempo”. Y un ciudadano indio que maneja un puesto de periódicos en la esquina del accidente, reconoció a la bibliotecóloga al otro día en su foto en el diario como una de sus clientes ocasionales. Con la sabiduría milenaria de su raza, el señor Afrahim simplemente sentenció: “La vida es así. Mi vida, la suya misma, cualquier día la vida termina. ¿Quién sabe? Yo no lo sé, usted no lo sabe. Solo Dios sabe”. A principios de enero pasé a la medianoche por la fatídica esquina del accidente (calles Henry x Montague) y tuve tiempo de elevar una pequeña plegaria por Ms. Robbins. Que los dioses la tengan en merecido descanso, dondequiera que hayan transportado su espíritu.

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