La ascensorista

No hace mucho, debiendo obtener un certificado para un negocio en el que finalmente solo obtuve desaires -tema de otra columna-, abordé el ascensor de un edificio ubicado en el corazón de Medellín, y de inmediato comencé a sorprenderme. Primero, al comprobar que los elevadores cuya puerta es una reja corrediza manualmente no existen solo en los filmes extranjeros sobre crímenes de otras épocas; y segundo, al observar que tan rudimentario aparato llevaba como tripulante a una mujercita menuda y paliducha que uno imaginaría en otros menesteres, posiblemente no del todo santos. Sin embargo, más allá de su visible agotamiento, la ascensorista llevaba el uniforme pulcro de un botones de hotel pentasideral, y sus maneras eran en extremo suaves y corteses. Con la cabeza inclinada -en la actitud de quien espera un llamado de atención merecido- recibía las solicitudes para subir a los diversos pisos, rematando el gesto con una sonrisa serena que dejaba ver que algún placer le producía su misión altruista. El oficio, ejecutado durante años interminables, la había llevado al pulimento todos sus movimientos, pues, más allá del inicial y medido saludo, activaba las palancas y abría su eterna prisión con una precisión de relojería que hacía olvidar el hecho gris de que, en la entraña austera del edificio, nada indicaba dónde empezaban y acababan los pisos, o cuál era cuál. Ella, simplemente, vivía en el imperio de sus seis sentidos y podía calcular los valores del desplazamiento de su máquina con mayor precisión que el campeón de una olimpiada matemática escolar.

Sin embargo, la eficiencia de la mujer no oculta lo demencial de su rutina. Mientras que millares de medellinenses calculan su jornada por los kilómetros recorridos, las cartas entregadas, los calcetines zurcidos, las páginas escritas o los minutos gastados en doctas charlas, nuestra heroína se mueve endemoniadamente sin avanzar un centímetro horizontalmente, y aunque su actividad puede progresar hacia arriba, siempre termina anulándose en un gesto contrario y eterno hacia abajo. El caracol del problema matemático, que cada día sube tres metros y resbala dos, al menos tiene el consuelo de acumular las migajas cotidianas de su avance, mientras que la ascensorista, como Penélope tejiendo una mortaja que luego va a deshacer, acaba su jornada en el punto cero en que la comenzó; como si nunca hubieran existido los hombres y mujeres con que traficó entre el cielo y la tierra.

Un taxista puede distraerse con los chismes domésticos que alcanzan a ser relatados en sus puntos esenciales aun durante una carrera mínima, pero a la tripulante del subibaja solo le están permitidos fragmentos insignificantes de conversaciones anémicas, e incluso lo más probable es que sus clientes la abrumen con el silencio que es de rigor en las circunstancias de aquel viaje liliputiense. En aquel vagón no existen las ventanas que hacen inolvidable el paseo en un bus, ni el paisaje que ha hecho entrañable al metro, ni la sensación de aventura que explican la rápida fama del metrocable. Allí donde los niños se angustian, las embarazadas se ahogan en la espesa saliva del mareo, los asesinos en serie luchan contra la tentación y las comadres más sociables no piensan en hacer amigos, la ascensorista gana un pan que más tarde, posiblemente, sus vértigos le harán vomitar.

Ante este cuadro conmovedor propongo que mayo sea el mes para celebrar la ascensión de nuestra señora.

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