¿Señor Juan Carlos?

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No es bueno que a uno lo llamen al celular, lo traten de “señor” y le digan el nombre completo: invariablemente, se trata de la falsa noticia de un obsequio o de una promoción magnífica que sólo un tonto dejaría pasar. Por supuesto, cuesta parecer un tonto y declinar semejantes ofrecimientos las mil veces en que nos son elevados, pero la paz y el bolsillo obligan a la negativa. Sin embargo, ¡basta de evasivas dulces y de tímidos agradecimientos! Nada tan práctico, en esos casos, como echar mano de la grosería y espantar las moscas a manotazos.
El lector timorato, amigo de la tolerancia y seguramente egresado de algún cursillo de relaciones personales, se escandalizará con mi propuesta. De ahí que esta columna tenga —a pesar de su nuevo formato reducido— su respectivo marco teórico. Esquilo, el dramaturgo griego, enseñó que “es natural mostrarse soberbio con los soberbios”. Sin alterar el equilibrio de la sentencia, podemos trocar soberbia por grosería. Porque no debe quedar duda de que las compañías telefónicas se propasan, entrometiéndose en nuestras vidas con sus ofertas hipócritas o cediendo sus bases de datos para que otras empresas lo hagan. La pasada contienda política mostró hasta dónde puede llegar tanto atrevimiento: me llegó un panfleto de texto en que un candidato difamaba a otro.
Sin embargo, aunque mi método de mandar al diablo a los oferentes sea eficacísimo y esté moralmente justificado, debo confesar que lo descubrí por casualidad. Ocurrió en unas vacaciones, en esos días del final de diciembre en que uno suele levantarse al mediodía y con tufo. A las siete de la mañana me llamó Pedro Villa —o algo así— de “servicio al cliente”, supongo que para ofrecerme la ganga de mi vida. Pero antes de que acabara de presentarse le advertí, semi inconsciente y con la peor de mis voces cavernosas, que no estaba interesado en comprarle ningún plan, por maravilloso que fuera. Villa se puso como un energúmeno, me gritó no sé qué cosa y colgó. Sin darme cuenta, me lo había quitado de encima en menos de diez segundos. Desde ese día apliqué sistemáticamente la estrategia del ladrido anticipado.
Los asesores comerciales son lobos con piel de oveja: en la misma medida en que son terriblemente zalameros, son incapaces de tolerar la frustración y no tienen ningún problema en darlo a entender. Una mujer del mismo servicio me insinuó que yo era un amargado, y otra me dijo —con el tono de una hermana mayor furiosa— que si yo quería malbaratar mi plata no accediendo a su jugosa oferta, era mi problema. Respuesta de arpía; pero, para arpía, arpía y media. En tales casos, de nada sirve la cortesía: los asesores están preparados para escalar por ella como por una cucaña y alcanzar el botín del consentimiento, mismo que ellos interpretan apenas con un “quizá” o un “podría ser” de nuestra parte.
Estimado lector: los sabios de la antigüedad descubrieron que nada es regalado y que lo bueno se nos dosifica con gotero. Defienda como perro rabioso su propiedad virtual y muerda a los carteros; sé, de muy buena fuente, que ellos hacen lo mismo.
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