Infinitas maneras de preparar arroz, patacón y pescado, con salsa de felicidad

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Comienzo por advertir que únicamente he tenido el encanto de conocer de manera superficial algunas poblaciones del Golfo de Tribugá, también advierto que lo mucho que he probado es muy poco en relación con la magnitud de lo que existe. Una gran mirada sobre la cocina chocoana descubriría, además de la más prolifera cocina de mar, una deliciosa cocina de río, una enigmática cocina de monte, una desconocida cocina afroindígena y finalmente una prodigiosa cocina que aglutina todas las anteriores: la cocina de Quibdó.

A sabiendas de que no la probé toda, intentaré describir mi encuentro con la cocina del Golfo de Tribugá. Tengo entendido que en este golfo, desde Bahía Solano en el norte hasta Punta Arusi en el sur, a la playa que se llegue se es bien recibido, su paisaje es exclusivo, sus gentes amables y su cocina estupenda. El Dios Destino me mandó a un conspicuo sitio de tremebundo nombre: Morro de Mico.

Llegar allí es llegar al paraíso terrenal. Ni pincel, ni cámara digital alcanzan a plasmar con exactitud la belleza del lugar. ¡Qué mar! ¡Qué playas! ¡Qué selva! ¡Qué cascadas! Pero lo más importante, ¡su gente! Morro de Mico no es ni pueblo ni caserío, es una diminuta ensenada entre Jurubidá y El Valle donde solo viven cinco personas, dos perros y una lora. Él se llama Javier, ella, Gloria (a. La Negra), ellos, Pablo y Sebastián, quienes a la señora de la cocina le dicen cariñosamente Costeña; Aila es una perra labradora mona, Selva una labradora negra, y Libertad, la lora. Todos ellos viven en una cabaña de rústica arquitectura con absoluto confort. Él y Ella llegaron a esta playa hace más de 20 años y echaron raíces, hoy los conocen, los estiman y los respetan en toda la región. El día que pisé su casa modestamente me advirtieron: “Aquí solo comemos arroz, patacón y pescado”. No me mintieron, fueron 8 días que estuve sentada a su mesa, con la más variada cocina de mar como jamás en mi medio siglo de existencia la había disfrutado. Definitivamente La Negra resultó ser una anfitriona como para reyes y Costeña, su más leal y recursiva cocinera.

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Desayuno, almuerzo o comida eran indistintamente una aventura del buen sabor. Su sazón era perfecta, su presentación impecable, su equilibrio de colores y consistencias ¡perfecto! Por mis ojos y papilas pasaron: sudado de pargo en leche de coco; atún a la plancha; trocitos de sierra wahoo en salsa de cilantro cimarrón; brochetas de pargo al limón; ceviche de sierra con cebolla morada y ajíes de la huerta; empanaditas de pescado; espaguetis con salsa de atún; consomé de cabezas de pargo; croquetas con mayonesa de anchoas -las mejores y únicas anchoas en aceite de oliva del Pacífico colombiano- y todo lo anterior salía acompañado de maravillas tales como bananitos fritos en melado, arroz esponjado, patacones de guineo, tajadas de maduro, torticas de chócolo, queso frito, y un gran etcétera de perfectos sabores.

Fueron 8 días de auténtica gula, sin embargo, todo pecado se justifica por la calidad humana con quien se comete. En Morro de Mico la comodidad y belleza de la casa es de revista; sus playas y paisajes son de catálogo turístico; los viajes en lancha con Javier parecen de National Geographic ; las caminatas por el monte con La Negra dan la sensación de estar viviendo El Libro de la Selva; en cuanto a Pablo y Sebastián en ellos se refleja la felicidad absoluta de una infancia en plena libertad, con autoridad y sin tapujos. Nunca en mis años de existencia me había encontrado con una familia tan armónica, tan hermosa y tan feliz. Seguramente como a todos los humanos, la vida de cuando en cuando les pone talanqueras, pero definitivamente en Morro de Mico con ese entorno natural y con esa cocina donde su salsa principal es la felicidad, es imposible aburrirse.

Espero que Dios Destino me permita volver donde esta gente y a esta tierra, pues estoy segura de que en ella reposa, aun sin destaparse, la olla más sustanciosa de Colombia.


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