¿Nacho lee?

Triste destino el de nuestra mejor literatura, puesta en manos de los colombianos cuando están en edades en que solo les interesa alimentar amoríos y vanidad. ¿Qué escolar puede confesar que lo desvela una novela arcaica -esto es, cualquier cosa publicada antes de 1990- o que siquiera la ojeó durante veinte minutos sin dormirse? Lo que se ve bien entre los jóvenes es despotricar de Isaacs, Carrasquilla o Caballero Calderón, y ahí sí -cosa rara- repetirán orgullosos las opiniones de sus padres, quienes, en gran parte, piensan que en tales libros solo hay tediosas “descripciones” y motivos de bostezo. Haciendo malabares, los profesores de literatura se devanan los sesos buscando novelas de 100 páginas con altas dosis de erotismo y pistolas, única forma de captar el interés de algún puñado de sus quisquillosos lectores de pupitre, y es así como Jorge Franco Ramos y Efraim Medina Reyes aparecen en las aulas de colegio como si hubieran inventado la narrativa nacional; como si todo lo que se escribió antes de ellos no fuera sino un archivo de manuscritos abstrusos de la época colonial, merecedor, nada más, del íngrimo interés de algunos bibliotecarios solterones.

Más adelante, cuando la infancia de nuestros bachilleres toca los 18 años, muchos llegan a la universidad estrenando actitudes académicas y, como por arte de magia, ahora sí están dispuestos a acometer las páginas de los libros que se abren frente a sus narices: desde prehistoria americana hasta teoremas matemáticos, pasando, claro, por lo más selecto de la literatura universal. Sin embargo, ocurre algo odioso: convencidos de que su frivolidad literaria de los 15 años ha sido, en sí misma, una experiencia madura y fundada, no tienen problema en despacharse contra 150 años de literatura colombiana, tratando de justificar con eso -y con risibles argumentos de azúcar bajo la lluvia- por qué prefieren la literatura norteamericana o cualquier éxito de vitrina que, en una preciosa edición de cuarenta mil pesos, se ofrezca como un huevo de oro. Y que se vea lo que hay en esa pretendida gran obra: la novelita apresurada de un autor de treinta años que se ha radicado en Barcelona, y que ahora, entre los mimos taimados de las editoriales y la facilidad mental de tanto realizador de cine, anda de aquí para allá enseñando cómo escribir y definiendo a su modo lo que es la literatura. Sin embargo, tales para cuales: infatuados lectores de cartón para escritores bajos en calorías.

Hace poco hubo un festival de literatura contemporánea en Cartagena. Difícilmente hubiera podido pensarse en una sede más adecuada, pues el calor y la molicie de nuestra ciudad internacional solo sugieren pereza, que es, sin duda, el líquido que corre por las venas de los nuevos lectores. Sin embargo, queda un consuelo: que esta columna, breve y banal, quizá sí será leída.

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