Impresionismo

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  Por: Gustavo Arango  
 
La vida tiene sus días llenos de giros inesperados. Vivo al norte del estado de Nueva York, voy con frecuencia a la ciudad del mismo nombre, y cada vez que voy siento como si llegara por primera vez. Me gusta mirarla, explorarla sin prisa, diluirme en multitudes, beber con avidez disimulada los rostros diversos.
Hace un par de semanas me vi en la sopa de locos de Times Square, uno de mis sitios preferidos, ese ombligo luminoso repleto de pantallas. No tenía ningún plan y me dejé tentar por la idea de ver una obra de Broadway. Caminé hasta la caseta donde venden, con descuento, las entradas disponibles a última hora y comprendí que la elección ya estaba hecha. Una de las guías hablaba de la historia de un periodista y una mujer maduros que tardaban en encontrar la felicidad. Caí de bruces en la tentación cuando supe los nombres de los actores.
Así que compré la entrada, caminé al teatro, me instalé en la platea, en medio de la más fancy intelectualidad, y me enteré de que estaba asistiendo a la premiere mundial de una obra llamada Impresionismo. Se trataba de una historia de amor en la que dos personas, especialmente ella, se negaban a admitir que estaban enamorados porque la vida los había golpeado demasiado.
La obra transcurre en una galería de arte, de esas que abundan en Manhattan, donde el negocio se mantiene con la venta de un cuadro cada varios meses. La dueña de la galería está cerrada a la vida, pero accede a recibir cada día al periodista, un hombre que vivió y sufrió en el África, que sabe y le cuenta a su amiga muchas historias curiosas sobre el café, pero jamás menciona a Colombia. El hábito del periodista de visitar la galería es tan arraigado que un día durante una discusión la mujer le dice que está despedido, para comprender de inmediato que no es posible despedir a quien no está contratado.
Los clientes van y vienen mientras transcurre la obra: algunos ciegos al arte a quienes sólo les importa la reputación de los artistas, otros apegados a ciertas imágenes por afectos familiares y hasta una parejita a punto de casarse que aprecia con genuino interés la pintura de una vieja pareja sentada en el banco de un parque, él leyendo, ella pensando, amándose sin hablarse y sin mirarse.
Es impresionante la manera como se utilizan las pinturas impresionistas en esta obra, las proyecciones sobre el telón-lienzo que a veces separa el escenario de la platea, los detalles de las pinturas agigantados, los marcos que suben y bajan. Es impresionante la sensación de ver a esos actores allí mismo, respirar el mismo aire que respiran Jeremy Irons y Joan Allen, como si unos remotos seres de luz asociados a historias que alguna vez nos apasionaron, “La amante del teniente francés” o “Peggy Sue Got Married”, se hubieran materializado ante nuestros ojos.
Pero es una pena que aquello que se anuncia como una de las obras más importantes del teatro norteamericano contemporáneo deje la sensación que deja un café aguado. La anécdota más fuerte, el supuesto clímax, aquello que determina el paso a la realidad de la pareja, fue tomado de The Bucket List, una película exitosa hace dos años: la historia de que el café más exquisito se produce en Indonesia y es aquel que se ha librado de amarguras tras pasar por el aparato digestivo de cierto animal. Y en cuanto a que alguien admita que ama a alguien, después de mucho resistirse, la premisa es buena pero, en el caso de estos dos golpeados, el resultado es triste, descafeinado.
Oneonta (Nueva York), mayo de 2009.

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