Carta desde Galápagos

Queremos darles formas limitadas a nuestras vidas y evitar la espontaneidad, las sorpresas y el vacío.

La vida humana cada día como que se vuelve más aburrida.

Carolina Daza
Por Carolina Daza

Te escribo desde Punta Estrada, mi oasis en la isla Santa Cruz. Aquí compilo inspiraciones bajo un mangle que me refugia del sol.

Sigo sintiendo la ingravidez del último buceo. Aquí mi vida va al ritmo de los lobos marinos, mamíferos de tierra que alcanzan a estar bajo el agua por más de 20 minutos.

¿Cómo sería mi vida si fuera uno de ellos? Dormiría sobre rocas, en las escaleras de los puertos, en los muelles, libre. Olvidaría el agua y sería un poco torpe porque dos de mis aletas están pegadas. Pero al regresar al agua nadaría con descrestante agilidad.

Aquí intento imaginar lo que sería tomar otras formas de vida. Sigo los pasos de Charles Darwin, exploro las profundidades del océano, la tierra volcánica y miles de ecosistemas nuevos. Galápagos es un laboratorio vivo para contemplar especies endémicas -no solo nativas del archipiélago, sino que también han logrado adaptarse–. Por ejemplo, cada isla tiene una especie evolucionada de una iguana; hay marinas y terrestres, hay negras que se camuflan en las rocas volcánicas, hay amarillas y hasta rosadas.

Los troncos de los cactus se deshojan y se transforman en troncos de pinos. Las rocas volcánicas son hogar de variedades de suculentas, y cada vez que las fragatas vuelan en alto me recuerdan que nuestra vida es más significativa cuando vamos ligeritos de equipaje. Las tortugas de Galápagos sobrepasan dos siglos de vida y pesan cientos de kilos. Los alcatraces son surreales, coquetos, con patas y pico azul turquesa.

Mientras me equipo en el bote para bucear, caigo en cuenta de lo cerca, pero a la vez, lo separados que estamos del océano, del lugar donde comenzó nuestra propia vida. En cualquier inmersión puedes encontrar gigantes depredadores y millones de animales marinos, como el Mola mola, el pez óseo más grande del mundo.

En las escultóricas rocas de León Dormido habitan aves marinas y en sus profundidades me abrazan cardúmenes de millones de peces que danzan en espirales, mientras tiburones martillos, rayas y tortugas marinas hacen sus rondas. Y si vas de una isla a otra en ferry te acompañarán escuelas de delfines que danzan con libertad. Es un teatro encantado.
Si la vida es así de biodiversa, colorida y espontánea, ¿por qué nos hemos encargado nosotros los humanos de estandarizarnos en una especie mecánica y monótona? Queremos entender, predecir y medirlo todo; queremos darles formas limitadas a nuestras vidas y evitar la espontaneidad, las sorpresas y el vacío.

Te escribo porque estar aquí me hace sentir impotente y no dejo de pensar en la pesadilla del proyecto atroz de construir un puerto en el Golfo de Tribugá. Cuéntame por favor en qué va la expedición. Me imagino que se siguen sumando muchos colombianos y la comunidad internacional. ¿Han podido recoger el financiamiento para llevar los científicos al Golfo y seguir rodando el documental?

El ecoturismo en Galápagos tiene mucho por enseñarnos. Sigo convencida de que tu idea de convertir el Golfo de Tribugá en Patrimonio de la Humanidad, sí podría funcionar.

Mi residencia artística en Galápagos seguirá durante los próximos seis meses, pero desde acá sigo apoyando la campaña #NOalPuertodeTribuga.

Deja la naturaleza ser, aléjate de ella; solo obsérvala, contémplala e inspírate de ella. Dale el espacio para que ella solita se adapte y evolucione. Esto me hace sentir este lugar.

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