Enero

Enero es también un mes como para el famoso Job y su paciencia, o como para Jonás y sus reniegos: diciembre ha dejado vacíos todos los bolsillos, y en enero se siente con toda su fuerza esa resaca económica, ese guayabo monetario. Los dueños de almacén prefieren cerrar, pretextando que deben hacer su inventario anual -¡y qué cosa gris y angustiosa es un almacén cerrado!-; los taxistas dan vueltas por ahí, descorazonados, tentados de volverse a casa así sea para apachurrarse frente al televisor; en las ferreterías y tiendas de ropa solo se hacen crucigramas; las universidades yacen sepultadas bajo montañas de mugre. Hasta donde se sabe, solo se trabaja frenéticamente en los laboratorios fotográficos, aunque con una amargura superlativa: los operarios del revelado de tanto rollo, ojerosos, ven desfilar todo el día bajo sus narices aquella Santa Marta a la que no pudieron ir, la República Dominicana que no conocen y el marrano descuartizado de que quedaron antojados.

¡Y eso de cumplir años en enero! ¡Dios! Como si tuvieras la culpa, todos se ofuscan a la hora de explicarte por qué no han podido comprarte nada, a no ser que se trate de un soso par de medias. Sin embargo, esa privación inevitable ha hecho de las criaturas de enero seres con especial templanza, por completo desinteresados y rodeados de sencillez: ellos no tienen sus escaparates repletos de elefantes de porcelana o de corbatas repetidas, como puede ocurrirle a los que nacieron en junio, septiembre o diciembre. Y, bien visto, quizá no sean los nacidos en enero los únicos en quienes se ilumina una alta espiritualidad, pues, además de la santa paciencia a que conducen las mortificaciones expuestas en el párrafo anterior, el comienzo del año llena la cabeza de muchos -sin importar en qué mes hayan visto la luz- de los más valientes y sanos propósitos: no comer carnes rojas, no fumar, ir a misa cada ocho días, moderarse en las rabietas, ahorrar… (ya se sabe que el año nuevo, duro y sucio, se encargará de disolver todas esas voluntades).

Finalmente, sobre todas las cabezas está ese clásico atributo de enero que es el sol, consuelo de friolentos o tormento adicional de sofocados, según se mire; sol seco, perezoso, meditabundo, invencible, distinto al hipócrita de mayo, al ventilado de agosto o al farolero de diciembre. Pero justamente ahí puede advertirse que los tiempos han cambiado y que, quizá, el fin de los tiempos se acerca -poco importando como síntoma la caída de dos edificios-: el sol de este enero ha perdido la batalla, casi todos los días, con nubes y aguaceros. Es un inédito enero mojado el que vivimos, manifestación obligada -me imagino- de lo feo y torpe que puede ser un año terminado en 6, contaminado de avisos electorales y sin selección en el Mundial.

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