El signo de Espinosa

 

Cuando murió Germán Espinosa hace un par de semanas, el diario El Colombiano usó un titular que, palabras más palabras menos, indicaba que el escritor cartagenero había expirado sin llevarse un Nobel entre manos. Exageración de culebrero la de nuestro “diario leer”, por más que la Academia Sueca entregue su premio caprichosamente y que se conozcan algunas estafas en el otorgamiento de galardones, como ocurrió con Álvaro Mutis y el premio Cervantes de literatura.
No niego que Espinosa fuera un artista con cualidades: a los diecinueve años leí “Los cortejos del diablo”, y tan convincente me pareció la pintura de aquella Cartagena colonial que maldije por no haber sido un brujo heroico en tiempos de la Inquisición; y asimismo recuerdo como entrañable la figura alcohólica y perezosa de Rubén Darío en una novela que el costeño escribió por encargo de Norma. Pero la característica fundamental de esa literatura es su irregularidad: tan indiscutibles como sus aciertos son los baches de obras como “El signo del pez” o “Sinfonía desde el Nuevo Mundo”, versiones muertas -por artificiales- de recónditos pasajes de la historia. La perfecta materialización de esta ambigüedad es la ya clásica “La tejedora de coronas”: incomparable como zurcido de aventuras y ambientes, empalaga por una monstruosidad enciclopédica que revienta la espalda de la mayoría de los personajes.
El destino social de “La tejedora de coronas” ilustra debidamente esa desigual suerte que es signo indeleble de Espinosa: toda la masa informada sobre literatura -e incluso una parte significativa de la que apenas sabe un ápice- habla con entusiasmo y unción de la mamotrética novela, pero, cuando todo parece indicar una coronación popular del escritor como la que alcanzaron Julio Flórez y José María Vargas Vila, el triunfo se desvanece en el aire: apenas se trata de lectores en proyecto o de habladores a los que agrada repetir lo que oyen por ahí. La frase aclaratoria de estos informantes es, entonces, inevitable: “Claro pues que yo no la he leído, pero si sé que es muy bacana”. Pareciera que muchos lectores de Espinosa fueran de una peregrina especie convencida de que es una lástima que para leer haya que leer.
Hoy, el cielo-infierno de Germán Espinosa se vive también en el día a día de las librerías de la ciudad: al mismo tiempo se le venera y se le olvida. Lo segundo queda claro con solo echar un ojo sobre las vitrinas, en las que, en el maremágnum de las ofertas y lanzamientos, a duras penas logra asomar su cabeza entre las carátulas de Doris Lessing, los rescoldos de la llamarada de Oran Pamuk, la última novela de Juan Gabriel Vásquez -un sí es no es plagio-, las lecturas para gerentes y los almuerzos para el fortalecimiento espiritual que se siguen editando a manos llenas. Pero, aun así, los libreros se interesan por el cartagenero y fincan en él un siniestro entusiasmo: en la Librería Nacional, al preguntar por los libros de Espinosa que no veía, un torvo vendedor me explicó con todo el cinismo del caso que los ejemplares habían sido recogidos para modificar su precio.
Ahora mismo, el alma del maestro será objeto de una compleja disputa entre los ministros divinos y los del Averno: reñida lid de cuya magnitud no se tenía noticia desde que Peralta arrancó del Infierno las almas de treinta y tres mil condenados. Yo ruego por la salvación del tejedor de novelas, aunque la única vez que lo tuve en frente me regañó.

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