El remoto país de lo que soy

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Llegué temprano al hospital y seguí como niño juicioso las indicaciones. Me pusieron una bata indecorosa. Me explicaron lo que harían: cortes aquí, costuras allá, limaduras en el hueso tal.

Por andar distraídos con los torpes delirios de redes y medios, dejamos olvidado el asombro de estar vivos. Este extraño paraje que habitamos, estas raras criaturas que somos, ese brillo fugaz de la existencia… todo eso relegado a causa de espejismos con los que unos bandidos enfermos de avaricia nos engañan.

Decidido a ser el dueño de mis días, sostengo una batalla contra aquello que quiere despojarme de mi propia realidad. Me obligo a estar alerta, procuro recordar que las grandes noticias no han sido una disputa en el congreso ni una final de infarto en un estadio, sino algo más cercano y más recóndito: los hechos del país de lo que soy.

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Hace un par de semanas, en ese país remoto, ocurrió un hecho extraordinario. Mi cuerpo fue invadido por curiosos aparatos: una cámara ínfima, herramientas minúsculas, tornillos e hilos que ahora se confunden con los huesos y músculos que componen mi hombro.

Entre las cosas raras que han pasado en mi cuerpo, aquella cirugía ha sido la más rara. Ya antes tuve cámaras dentro de mi organismo. Mi paisaje interior ha sido dibujado con la ayuda de rayos invisibles. Perdí la doncellez con un urólogo con manos de gigante. Pero nunca había sido el objeto de una intervención tan minuciosa, tan íntima y profunda. Lo curioso es que, mientras tuvo lugar la gran noticia de mi vida reciente, yo andaba en la más inconsciente de las inconsciencias.

Ese día había llegado temprano al hospital y seguí como niño juicioso las indicaciones que me hicieron. Me pusieron un gorro y una bata indecorosa. Me cubrieron las piernas con calentadores. Me explicaron de nuevo lo que harían: cortes aquí, costuras y enlaces allá, limaduras en el hueso tal.

Poco antes de las once vino una enfermera pequeña y fuerte que me condujo en la camilla hasta la sala de cirugía. A pesar de la luminosidad y la blancura, el ambiente era como de cantina del viejo oeste: música ruidosa, gente armada, de antifaz y con gesto de que no se sorprendían ante nada. Recuerdo que respondí una pregunta del anestesiólogo, algo sobre mi nombre, pero no recuerdo más. Cuando volví a ser este que soy, supe que habían transcurrido cuatro horas.

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Una quietud prolongada y un régimen progresivo de ejercicios me devuelven poco a poco la movilidad. Pero no deja de asombrarme esa muerte temporal en que me hundí, mientras un grupo de gente se movía por parajes de mi cuerpo nunca antes visitados. Cada vez que recuerdo esa ausencia total me vuelve a sorprender la sencillez con que se apaga la luz del entendimiento, lo fácil que fue dejar de ser.

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