Despecho social

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Un tío mío, días antes de inscribirme en la universidad, me rogó que no estudiara antropología sino artes. Aparentemente, se trató de un consejo hippie y folclórico, habida cuenta de la convencional idea que se tiene de las libertades y bolsillos vacíos que, a un mismo tiempo, bendicen y agobian la vida del artista. A veces pienso, sin embargo, que la sugerencia de mi pariente fue sabia, pues, al haberme graduado como estudioso de la cultura y todos sus intríngulis, ahora me moja el pantano del desprestigio que buena parte de nuestros compatriotas ha arrojado sobre las ciencias sociales.
Hace un par de meses, cuando fue arrestado -entre evidentes irregularidades- el sociólogo Miguel Ángel Beltrán, los comentaristas virtuales de las diversas publicaciones electrónicas que trataron la noticia se despacharon con toda clase de opiniones sobre el asunto. Hubo de todo en tales foros, pero, como siempre pasa -ya sea porque los golpes pesan más que los besos o porque en todos nosotros gana el ánimo pendenciero-, las necedades parecieron ganar, al bulto, la partida. Y hay qué ver en qué se resumen las barbaridades que conformaron esa “última palabra”: los científicos sociales son delincuentes sin que sea necesario probar ninguna fechoría adicional a la registrada en sus diplomas, y si bien no es posible atenuar su historial, se puede agravarlo si se demuestra que dichos canallas se ganan el pan en las universidades públicas.
Algún lector podrá decir, a esta altura de la columna, que me anima el despecho: acertará. La opinión pública despertada con motivo del “affaire” Beltrán me ha hecho sumamente infeliz. Y, para colmo, hará cosa de dos semanas leí un artículo que, en pocas palabras, proclamaba que las revistas editadas por los profesores de ciencias sociales de las universidades públicas -es decir, lo más malo dentro de lo peor- no eran más que un descarado sartal de sandeces, urdidas solo con la corrupta idea de aumentar el sueldo y ganar vanidoso prestigio académico. No faltaba más; o sí, faltará algo: no me sorprendería que en los próximos días cayera, desde quién sabe dónde, un nuevo mandoble.
Todo esto me hace pensar en la hipocresía de buena parte de mis conciudadanos: aquellos que me mostraron caras de simpatía cuando di clases de antropología en las universidades de la “buena” sociedad y que hoy en día -lo sé con certeza que ahora no voy a explicar- son, en buena parte, los suscriptores de aquel desprecio público. Francamente, ahora agradezco el gesto -que entonces me pareció ruin- de quienes me escupieron, de frente, que mi asignatura era un relleno inservible. Y pienso también en los cuarenta mil parroquianos -y en sus padres, claro- que cada semestre tocan a las puertas de la Universidad de Antioquia: ¿qué pasa después de que solo cuatro mil consiguen el botín? ¿Los otros se matriculan inmediatamente en una odiosa desconfianza contra el Alma Máter? Parece ser que yo no soy el único despechado.
En el fondo, poco importan los delgados hilos de las sensibilidades golpeadas en esta y similares coyunturas. Realmente grave es lo que se insinúa como razón general para esa gratuita animadversión contra las ciencias sociales y lo público: el desinterés ante la posibilidad de cobrar conciencia de lo que somos, conocimiento posible tanto cuando se escarba la vida con adecuadas herramientas científicas como cuando se convive con los que no son como uno. Pero, qué demonios: aquí solo se trata de conectarse el iPod en las orejas, jugar póker por Internet y ponerse a punto para aparecer ante el mundo como el humano más delicioso y original.

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