Chesterton y el color

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  Por: Gustavo Arango  
  Leí El hombre que fue jueves hace como un cuarto de siglo y no he sido capaz de volver a leerlo por miedo a estropearlo. Tardé en convertirme en un fiel lector de Chesterton, quizá porque no estaba preparado para tantas paradojas. De la lectura de aquella novela sólo me quedó algo que podría llamar un asombro visual: todas las imágenes del libro tenían color. Cuando pienso en ese libro pienso en un vitral desmesurado.
La cosa no pasó de ser un hecho curioso, como cuando uno descubre que es falsa la idea de que los sueños son en blanco negro. Todavía tardaría en adentrarme del todo en el mundo de Chesterton y en descubrir que los colores son parte esencial de ese mundo.
Otras veces he intentado explicar lo que significa para mí la obra de este inglés olvidado –por peligroso, claro, porque interesa poco que la gente vea el mundo de frente. Puedo hablar de las historias del padrecito Brown, ese modesto detective que conoce mejor el infierno que los mismos criminales; puedo hablar de las biografías: despojadas de fechas pero capaces de auscultar profundo en los biografiados; puedo ofrecer un panorama general de esa obra periodística capaz de llenar varios estantes; puedo tratar de justificar sus ideas religiosas o la franqueza de su carácter, pero siempre tendré la sensación de haber dejado por fuera algo esencial. Con Chesterton pasa lo mismo que él dijo sobre Robert L. Stevenson, que tiene las dos condiciones de los grandes hombres: la tergiversación de sus detractores y la incomprensión de sus admiradores. Quizá, después de todo, hablar del color en su obra sea la manera microscópica apropiada de hablar de esa constelación.
Invito al lector a que haga la prueba. Abra cualquier libro de Chesterton, en especial sus cuentos y novelas, y tardará menos de media página en encontrarse con un color. Los ojos tienen color, las ropas tienen color, las paredes, el cielo, los cabellos. La heroína predilecta de Chesterton tiene cabello rojo. Las variedades de azul y verde hacen que nos sintamos sumergidos en un acuario. Las reflexiones sobre el blanco son más estremecedoras que las del mismo Melville.
Esa insistencia cromática pudo haber sido una simple curiosidad del estilo si hace unos meses no me hubiera cruzado con El retorno de Don Quixote, una novela donde la cosa ya se hacía demasiado evidente: uno de los personajes principales emprende un viaje heroico en busca de cierto tono de rojo, que se usaba en las pinturas medievales, para traérselo a su amada. Desde entonces no tuve descanso hasta entender el sentido de esa obsesión.
Escribo ahora sobre el asunto porque creo haber hallado la respuesta. Fue como descubrir el agua tibia. Pero es un descubrimiento renovado. Chesterton también decía que podemos mirar un objeto noventa y nueve veces sin que produzca en nosotros una reacción notable, pero que al mirarlo una vez más corremos el riesgo de verlo por primera vez. Ésa fue justamente la sensación que tuve cuando leía la biografía de Robert Browning, en la que Chesterton hablaba de un periodo en la vida de su esposa, la también poeta Elizabeth Barrett Browning, como “carente de color, carente de vida”. Entonces vi la cosa por primera vez y fue, al mismo tiempo, gozosa y aterradora: el color es la vida y rara vez tenemos el enorme privilegio de encontrarnos con la vida en las páginas de un libro.
Nueva York, marzo de 2009.

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