Alivio olímpico

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Que conste que en esta columna hemos defendido al fútbol de sus gratuitos enemigos: esos que sólo ven en él una estúpida reunión de primates tras un balón y que, con ánimo sociológico, han querido achacarle violencias nacidas de otras fuentes. Que conste, también, que este caro espacio del lector ha sido ocupado, un par de veces, con crónicas del prestigiosísimo DIM. Pero no más: de fútbol ya estamos “hasta aquí” -como se dice por ahí, con un dedo índice rastrillando la frente-: nuestro torneo lo ganan equipos chicos en finales deslucidas, y las torpezas técnicas de los jugadores hacen juego con las chapucerías arbitrales.
Para olvidar, así sea por pocas semanas, esa pesadilla balompédica, nada como los Juegos Olímpicos. Poco importa si se trata de una pétrea competencia de tiro o de una desmañada contienda de judo: las banderas y medallas en juego, la solemnidad ritual materializada en los aros olímpicos de la cartelera de fondo y en los rostros ceñudos de los jueces, y, sobre todo, la idea de que se efectúa una suerte de comunión deportiva universal a través de todos los televisores del planeta, son suficientes para que, incluso, un ama de casa descuide la cocción de sus arepas mientras le hace fuerza al deportista de su predilección. Bien vistas las cosas, son pocos los deportes cuyas reglas no resultan, en últimas, inteligibles -al final uno entiende qué es eso del “deuce” o del “envión”-, y eso basta para que la emoción surja ante la pugna de dos o más voluntades humanas puestas en igualdad de condiciones.
Con la medalla de plata del pesista Diego Salazar -la acaba de ganar hace quince minutos-, Colombia ajustó diez medallas olímpicas. Por supuesto, tal inventario de laureles resulta poca cosa si se piensa que es el resultado de más de 70 años de competición, pero algún consuelo habrá si se piensa que las preseas han caído en disciplinas clásicas que no han sido caprichosamente inventadas por potencias enobistas: tiro, boxeo, atletismo, ciclismo y pesas; un listado en el que incluso pudo estar el afamado fútbol, si el “dream team” que enviamos a Barcelona, en 1992, no hubiera expirado por causa del tan mentado pavor escénico.
Llama mucho la atención que, en un artículo reciente, Pascual Gaviria -futbolero y amigo de ciclistas- se haya despachado contra el levantamiento de pesas; a juicio del otrora columnista de este periódico, la halterofilia “es un aburrido ejercicio primitivo”, “sin drama y sin emoción”, digno de estibadores de plaza de mercado. La opinión es exagerada en contra del, hoy en día, deporte emblemático colombiano. Y no ocurre que haya que promoverlo a la fuerza, como si tuviéramos que resignarnos a seguir el único camino que lleva al podio olímpico: sucede que el levantamiento de pesas tiene su emoción, y vaya si la tensión va más allá de la agonía de los músculos. Los gritos de provocación y victoria de los monstruos forzudos, la fuerza hecha por el espectador para que una pesa consienta -o no- en ser dominada, el despliegue de una estrategia en que la matemática de los turnos y los kilogramos poco tiene que ver con la fuerza bruta: todo ello hace que una competición de halterofilia acabe por producir los mismos gritos, saltos, taquicardias y manos en la cabeza que el más reñido derby futbolístico.
Sólo queda celebrar la actividad olímpica, a un mismo tiempo mina de alegrías, oportunidad de distracción y acicate para instruirse en nuevos temas. Como todo lo entrañable, la caída de su telón nos traerá un amargo sentimiento de gozo terminado cuya repetición tardará, casi, lo que una vida. Entonces no habrá más remedio que tomar en serio nuestro circense torneo local de balompié, henchido de canchas calvas y equipos amarillos como una enfermedad.

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