¿A quién le lees?

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¿A quién le lees tú? ¿A tus hijos chiquitos? ¿Has notado que cuando cierras el libro ellos abren los ojos? Sus cabecitas fantasean hasta que la oscuridad los obnubila. ¿Les lees a tus compañeritas de estudio, youtuberistas feroces?
/ Esteban Carlos Mejía

Ya casi no se lee en voz alta. Con la mirada fija en la pantalla del celular nos pasamos en silencio viendo fotos de manjares ajenos, leyendo pendejadas sobre las nalgas de Rihanna o los penaltis fallidos de Messi y Cristiano Ronaldo, pobres viejecitas sin nadita que comer, y nos olvidamos de compartir a viva voz nuestras lecturas.

A veces para desquitarme del abandono de esta costumbre medieval, voy donde mi suegra y le leo la Biblia. A sus 87 años de edad, con la mácula en aprietos y acalambrada por un cóctel de medicinas seudonarcóticas, ella me escucha en calma, sonríe con benevolencia y me explica los intríngulis teológicos de las vainas que no entiendo. Un domingo, por joder la vida, le dije que la Biblia era un libro excesivo para mí: demasiadas guerras, trompetas y concubinas, lenguas de fuego, violaciones, Talión tras Talión, ojos por dientes, corderos degollados, sin contar mujeres y niños, fratricidios, genocidios, adulterios, venganzas y más venganzas, gacelas en fuga, palmeras y dátiles, leche y miel, crucifixiones, hermanos contra hermanos, zarzas ardientes, ballenas y profetas desquiciados. “Meña, a la Biblia sólo le falta un poquito de rocanrol para ser un libro satánico”, le dije. Soltó una carcajada y me regañó: “¡Blasfemo! Mejor seguí leyendo…”. Eso hice y le terminé de leer la historia de Ester, “moza de hermosa forma y de buen parecer”.

¿A quién le lees tú? ¿A tus hijos chiquitos? ¿Has notado que cuando cierras el libro ellos abren los ojos? Sus cabecitas fantasean y fantasean hasta que la oscuridad los obnubila. ¿Les lees a tus compañeritas de estudio, casi siempre somnolientas y perezosas, adictas a las redes sociales, youtuberistas feroces? ¿O acaso, sin oficio ni beneficio, les lees a tus amigos sin derechos, ángeles caídos, sufrientes, irredentos?

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Haz la prueba. Léele en voz alta a alguien que conozcas. Así nomás. Sin doble sentido ni triples intenciones. Verás la cara de alarma o de sosiego del otro: una dicha personal e intransferible, como las tarjetas de crédito, invadirá su semblante y tú te sentirás reconciliado con la vida. Te lo digo por experiencia propia.

* Body copy. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo –me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte’. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:
-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
-Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala”.
Juan Rulfo. Pedro Páramo. 1953.

* * Vademécum. ¿Obnubilar? “Hacer que la visión se vuelva turbia”. ¿Irredento? “Que permanece sin redimir”. ¿Redimir? “Poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia”. ¡Joder y jolines!

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