A la sombra de la bandeja paisa

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Para los frijoles, en las zonas cafeteras era común el empleo de miel de caña y de mermelada de guayaba; en zona de embalses se adicionaba bocadillo al final de la cocción.

Sin duda alguna por antonomasia, el símbolo culinario del departamento de Antioquia son los frijoles y el maíz en sus múltiples preparaciones, ya sean de raíz indígena o, por el contrario, una clara muestra de sincretismo cultural representado en una humilde y cotidiana sumatoria de viandas campesinas, tal como lo menciona Gutiérrez González en Memoria sobre el cultivo del maíz (1997): “(…) segunda trinidad bendita. Salve frisoles, mazamorra, arepa. Con nombraros no más se siente hambre”. Así es evidente cómo el ideal popular centra las bases de su alimentación en ambos granos, y por ello el presente texto referencia al primero de ellos: el frijol.

¿Frisol o fríjol?

Desde el léxico popular y académico, ambos son de correcto uso.

El mes pasado, un columnista reavivó el debate sobre la supuesta escasez en la diversidad culinaria del antioqueño; erróneamente menciona que dicha cocina gira en torno al consumo de arepas, mazamorra y fríjoles, definiéndola además como resultado único de la influencia española, dejando de lado los aportes de la cocina sefardita, afrodescendiente e indígena aún presentes, visibles y degustables en el territorio. Más allá del amplísimo abanico de productos y preparaciones, hay que dar cuenta del esfuerzo y la recursividad dispuestos por la campesina paisa al crear un universo saborológico alrededor de un solo producto: el fríjol.

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Así, la matrona antioqueña saca provecho del fríjol en sus diversas variedades, creando un infinito listado de platos. Desde el tradicional cargamanto, pasando por el mocho, el frijol de árbol, frijol nima o lima, frijol de pobre, los coloridos petacos, los blanquillos, dálmata, sangre e’ toro o el chivito.

En preparaciones, es imposible eludir los frijoles con coles. Se prefiere usar la col de queso, sobre la col negra y la col morada o de árbol. Este plato es cada vez más escaso, así como la estampa campesina de la gallina que hurga entre las coles, buscando un desprevenido gusano, o las mariposas que flotan entre coles y caléndulas. Son cuentos de viejos, son pocos los que consumen esta preparación y aún menos los restaurantes que se atreven a ofrecerlo, al igual que los frisoles con bofe ahumado, con rompe camisa, con chocozuela, con bollos o con chócolo lechón.

Por otro lado, hay preparaciones que siguen vigentes, como la sopa de frijol, el recalentado de fríjol trasnochado con arroz y los frijoles calados. Debe aclararse que calar implicar reducir el caldo de cocción hasta obtener un potaje espeso de concentrado sabor, debido al empleo de zanahoria o ahuyama procesada con un trozo de garra y un buen pedazo de panela.

En las zonas cafeteras era común el empleo de miel de caña y en casos particulares de mermelada de guayaba; en zona de embalses, como San Rafael y San Carlos, se adicionaba bocadillo al final de la cocción y en algunas fincas de Santafé de Antioquia se servían con una cucharada de miel.

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El problema no es de diversidad, sino de visibilización y apropiación cultural. A la sombra de la bandeja de frijol ofertada en todo restaurante queda la historia de la escasez y la recursividad del montañero.

Por Isaías Arcila
Licenciado en Artes Plásticas, cocinero e investigador de cocina tradicional colombiana.

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