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El corredor de maratones
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Todos los que toman la partida, sin distingo ni categoría, lo hacen por el placer de correr


Por Saúl Álvarez Lara

Parece un número para jugarlo al chance. Podría tomarse como guía para atraer la suerte, como amuleto, o para grabarlo en un dije y después colgarlo de un collar o una pulsera. Pero no es nada de eso, es el número de registro para correr la Media Maratón de Miami. Es un número bonito, diría un corredor experto a pesar de que el orden, la suma o la mezcla de los dígitos no asegura nada. La carrera depende del corredor y el número no influye ni siquiera en la posición de salida que, en las carreras atléticas multitudinarias, es todos contra todos, “open”. Por supuesto, siempre hay una categorización que depende del tiempo que cada corredor estima para la distancia, y de la edad. Los cálculos de tiempo son siempre optimistas. La edad es ineludible. Sin embargo, un ingrediente, independiente de las variables anteriores, vive en el ánimo de todos los participantes: discapacitados, aficionados, más jóvenes y mayores, incluso corredores élite que son profesionales, todos los que toman la partida lo hacen por el placer de correr.

La cita fue el pasado 2 de febrero frente al American Arena, de Miami. Por la humedad y el clima, fresco en esta época pero quizá no tanto para correr una media maratón, la partida era al amanecer. A las cinco de la mañana los corredores y sus acompañantes comenzaron a llegar. Las voces por altoparlante de dos animadores, un hombre en inglés y una mujer en español, ocupaban el espacio desde esa hora. Veinticinco mil corredores, dicen los registros, tomarían la partida clasificados en grupos formados según las variables de tiempo estimado y edad. Me tocó el grupo E. En el momento de la inscripción anoté que mi tiempo sería de dos horas, ojalá menos, pero eso no se lo dije a nadie.

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Llegué al grupo E treinta minutos antes de la hora. Un buen número de participantes estaba allí, entre ellos varios dominicanos animados que se tomaban fotos, reían y buscaban ayuda para que otros se las tomaran. Otros corredores, mujeres y hombres solos o en parejas que observé con disimulo –se supone que en ese lugar y en esos momentos todos estamos concentrados en lo que se viene– hablaban poco, murmuraban, se tomaban de las manos, movían las piernas, los hombros, la cintura y los brazos en un último intento por hacer más flexibles, más ágiles, más fuertes sus músculos; una pareja llevaba anillos luminosos por si se perdían en la corriente de la carrera; otra llevaba cachuchas con alas; un hombre anudó su camiseta a la cabeza, el número visible sobre la espalda. Muchos, la mayoría, llevaban tatuajes con figuras exquisitas en todas partes del cuerpo. El momento me las hizo ver así.

Entre las cinco y media y las seis de la mañana es aún de noche en febrero. Los reflectores iluminaban la multitud vestida con colores fluorescentes y las voces de los animadores en la distancia eran cada vez más lejanas. Sonaron los himnos, las campanas que marcan el inicio de la competencia y luego, grupo por grupo, los veinticinco mil participantes iniciaron el recorrido. Intenté mirar todo, tener un registro de los que estaban a mi lado, de los que estaban detrás o adelante, no conocía a nadie pero íbamos todos en la misma nave a recorrer la distancia que se abría en frente.

Los otros corredores, los tatuajes y los colores de sus camisetas desaparecieron y me encontré solo entre el gentío tomando la primera pendiente de un puente iluminado a lado y lado frente a la primera luz del amanecer. Recordé el calor y la humedad de la que tanto me hablaron y me concentré en correr. Pasamos calles, barrios residenciales, otros puentes; bordeamos un parque y un campo de golf; volvimos al “downtown” y dejamos atrás barrios y plazas. Durante el recorrido, el público a lado y lado animó a los corredores y las bandas de música no cesaron de tocar. En el último kilómetro, por la vía paralela a la mía, la de los participantes en la maratón, 42 kilómetros, un corredor moreno, delgado, de apariencia frágil me pasó como una exhalación, el público aplaudía, pensé que me aplaudían a mí, luego caí en la cuenta de que los gritos y aplausos estaba dirigidos a él, ganador de la maratón, que hizo su recorrido en cuatro minutos menos que yo el mío: 2:23:57. Recibí una medalla después de cruzar la meta, una medalla pesada como los 21 kilómetros recorridos. Aseguro que fue un placer que repetiré cuando se presente la ocasión.

 
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