Un recuerdo de infancia

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Mi abuela se acercó a calmarme, a decirme que no me asustara, que no le parara bolas a ese diablo porque no era de verdad, era una careta que no le hacía daño a nadie. Porque el verdadero Diablo, el malo –me explicó–, no se acerca a los niños que se portan bien
Por Ricardo Aricapa
Uno de mis recuerdos más antiguos del Carnaval de Riosucio, corresponde al día en que conocí el Diablo. Tendría unos cuatro años entonces, tal vez menos. Y no fue un encuentro grato.

Fue en el solar de mi casa, yo sentado al sol en una ponchera agitando con las manos el agua jabonosa, dichoso, mientras mi abuela atrás me restregaba la cabeza, seguramente buscando liendres.


Cuando de pronto veo venir hacia mí un ser que nunca antes había visto, terrorífico; un monstruo de ojos rojos encendidos, cachos renegridos, una boca grande por la que se asomaban dos prominentes colmillos, los dedos con garras largas tendidos hacia mí, una cola que movía ágilmente para todos los lados, y a la espalda un par de alas que abría y cerraba al ritmo en que se movía.

Pero no fue eso lo que más me aterró, fue el ruido de cencerros que arrastraba atados a sus pies. Mi berrido debió escucharse en toda la casa, que era inmensa. Recuerdo que mi abuela, toda enojada, dejó de buscar en mi cabeza y espantó el monstruo a los manotazos. Luego se acercó a calmarme, a decirme que no me asustara, que no le parara bolas a ese diablo porque no era de verdad, era solo un disfraz de trapo para jugar en el carnaval, una careta que no le hacía daño a nadie. Porque el verdadero Diablo, el malo –me explicó–, no se acerca a los niños que se portan bien. Y eso me calmó, porque yo entonces era un niño que se portaba bien.

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En efecto, al rato el monstruo volvió a merodear por el solar, pero ya no tuve miedo, entre otras cosas porque ya se había quitado la careta, o sea los ojos encendidos, los colmillos prominentes y los cachos renegridos. En su lugar apareció el sonriente y jacarandoso rostro de mi tío Arturo, el carnavalero de la familia, un hombre fiestero y contento como el que más, capaz de pasarse de parranda toda la fiesta, los seis días completos, durmiendo donde lo cogiera el sueño. Y para eso tenía un arsenal de disfraces, varios de ellos de diablo.

Eso era lo que a mi tío más le gustaba del carnaval: disfrazarse, así el resto del año le tocara pasarlo como ciudadano ejemplar y marido juicioso. Como sería, que hubo un año en el que el carnaval lo sorprendió convaleciente de una hernia que le extirparon, por lo que el médico le recomendó quietud. Pero él no se aguantó, preparó un disfraz que no le exigiera mucho movimiento: se disfrazó de carnicero mortalmente herido de un hachazo. Para ello consiguió un uniforme blanco de dril, igual a los que usaban los carniceros en los puestos del mercado, coronado con un tocado que simulaba un hacha clavada en la cabeza, empapada ésta de sangre al igual que el uniforme.

Y así salió a la calle al caer de la tarde, la hora de mayor concurrencia en las plazas, gimiendo de dolor y tambaleándose entre la gente, que le abría el paso espantada. Fue tal su interpretación, tan vívida, que a nadie se le ocurrió que pudiera ser un disfraz. Hasta la misma policía cayó en la farsa y estuvo a punto de llevarlo de urgencia al hospital.

Que el Diablo tenga en su gloria al inolvidable y carnavalero tío Arturo.

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