Todos somos iguanas verdes

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Al gobierno colonial de Puerto Rico, “territorio anexo” de los E.U. que no es Estado como tal porque es “hispanic”, “latino”, esto es, despreciable, y sólo les sirve como muelle de grandes buques de turismo, casinos flotantes y estación de bronceado, a ese gobierno, digo, se le ocurrió en febrero la idea portentosa de ordenar la matanza del 80 por ciento de la población de iguanas verdes que, según la ley que empezará de inmediato en esta Cuaresma, infestan la isla, acaban con la agricultura y gran variedad de insectos, son una plaga maldita y, lo peor de todo, no son las pobres iguanas “originarias” de allí. Suponiendo que todo lo dicho primero sea una vil calumnia, lo último es la más grande de las mentiras porque desde los tiempos de antes de Colón y sus mercenarios la iguana verde pululaba a sus anchas desde los pantanos de la Florida y las islas del Caribe, y en tierra firme desde México hasta el sur del Brasil y el Uruguay. La iguana verde es el símbolo flamante de nuestra Ecopetrol como señal de ambiente limpio y ecología fantástica, pero -detrás de la dudosa intención de que sea el sello de una de nuestras empresas “modelo”-, a través de toda la historia de la conquista, la colonia y la modernidad se esconde una de las más calculadas masacres de animalillos indefensos en el devenir del subcontinente. La criatura verde puede alcanzar metro y medio cuando adulta, vive en los árboles junto a los ríos, no molesta a los vecinos, se defiende con un coletazo cuando la atacan, o se zambulle en los charcos, pero sus hembras tienen la desgracia de albergar en tiempos de preñez una cantidad de huevos que -también desde días sin memoria- los nativos han sabido explotar con crueldad, amarrándoles patas y manos a su lomo, abriéndolas en canal y raspándolas para luego arrojarlas vivas a los matorrales o torrentes. Una muestra de la innata sabiduría de nuestra especie “alien”. Pero no sólo de los huevos se aprovechan los humanoides, también de sus pieles, dientes, uñas, todo, cuando la temporada cuaresmal se aleja: su carne azul es la mejor para los tamales en ciertas zonas mexi-colombianas, la piel es codiciada para carterillas y menuderas en París-Cibeles donde no eres nadie si no llevas tu provisión de polvo blanco en uno de estos bolsicos “hispanics” que nadie regula. La ley para matar al 80 por ciento de las iguanas verdes, para vender la carne a medio dólar la libra, debe entenderse como una orden que debe cumplirse en todo el Sur para no quedarnos atrás. Curioso: el gran peligro o “mico” legal envuelto allí es la falsedad de que ello se hace porque, repiten, esa especie no es “nativa”. Si gran parte de los pobladores de este territorio vinimos escondidos en un galeón español, somos ahora el objetivo seguro de los que propugnan por la improbable pureza de razas en animalitos y humanos. De seguir así, las próximas temporadas de caza-USA no serán de iguanas sino de mestizos, ya que los candidatos de ultraderecha anuncian campantes que acabarán con los pobres y seguirán con las clases medias, tan estorbosas, tan malhabladas. Acordáos de mí cuando Mitt o Santorum erijan su nuevo Santuario Blanco, y ante éste peregrinemos desollados clamando por una amnistía de miseria.
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