Todos odian las novelas

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
En Colombia creemos, enfurruñados, que lo negro no puede convivir con lo blanco. De eso no hay mejor ejemplo que la idea radical -común en cualquier tienda- de que, si no se es políticamente de una especie, es porque se es de la otra; prejuicio que ha causado no pocas miradas de odio, puñetazos, botellas quebradas y –necio sería esconderlo– velorios. Sin embargo, la televisión proporciona hoy por hoy un caso menos trágico –pero igualmente definido– de las batallas entre opciones extremas que, erróneamente, ven en la eliminación del contrincante la única solución. Hacia allá apunta esta lánguida crónica mensual.
Si el príncipe Hamlet, en los corredores de su castillo, descubrió que la alternativa fundamental era aquella de “ser o no ser”, habrá que enmendar tan sublime plana y reemplazarla con la prosaica disyuntiva de nuestros días: fútbol o telenovelas. Hasta hace pocos meses, la programación televisiva dejaba ver la sana lógica de alternar dramas sentimentales y contiendas de balompié, con la idea de que estas, de vez en cuando –cada vez que se celebrara la magna ceremonia de un “torneo”– interrumpieran la monotonía lacrimosa de aquellos. Varias décadas transcurrieron en paz, sin menoscabo de la armonía entre ambas clientelas –mujeres y hombres respectivamente, y que los que le buscan otra pata al gato no me acusen de estereotipador–. Sin embargo, especulo yo, alguna dama se sintió atropellada porque, cada vez que se jugaba la Copa América u otro campeonato, se iba al traste su deseo de regodearse con los musculosos galanes de “Pasión de gavilanes” o del folletín de turno, frustración que desembocó en quién sabe qué carta o militancia; el mitin creció y los gurús de la televisión, espantados ante un eventual bajón en las estadísticas de la “engrupida” teleaudiencia, tomaron cartas en el asunto.
Imagino todo esto porque, en lo poco que va de 2009, han ocurrido cosas inéditas que no me explico de otro modo: se dejaron de trasmitir partidos de la Selección Colombia y los juegos de los equipos colombianos en la Copa Libertadores pasaron a ser programas de pacotilla, dignos de ser emitidos por los canales regionales. Mientras tanto, en los espacios destinados a la misa del balón se acomodó la ristra de las mil y una novelas, henchidas de rubias maquiavélicas, sirvientas virtuosas, galancetes acartonados, mexicanos actuando de boyacenses y argumentos que no consiguen ser divertidos. Hace un par de meses, mientras la selección juvenil de Colombia sudaba defendiendo la pírrica ventaja de un gol contra Uruguay, los televisores de la patria se solazaban con el estreno de “Todas odian a Bermúdez”. Sobra decir que la otra mitad de la humanidad colombiana también lo odia: por haber tenido que hacer fuerza ante un ciego radio fue, no cabe dudarlo, que Uruguay nos terminó empatando y ganando el dichoso partido.
Desde esta columna abogo por el equilibrio perdido, en mala hora despedazado cuando, por paranoia o malicia, alguien lo confundió con machismo o quién sabe qué ideología torcida. Pasar de los bellos días de la comunión entre fútbol y novelas al despótico régimen de solo novelas es, como ya ha ocurrido en otros campos arrasados por furores como el feminismo o el antibalompedismo, ir de lo malo a lo peor; ninguna tiranía se arregla con otra. Que conste que predico con tiempo esta necesidad de equidad y concordia: falta un año largo para el Mundial de Sudáfrica, y será fácil acomodar en un horario inofensivo las emisiones de “El ocaso del capitán Ramírez” (o como se titule el drama que corresponda).

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