Prejuicios del nido

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
En Lejos del nido se cuenta la historia de Filomena, una niña radiante que a la más tierna edad fue raptada del patio de su casa por Romana Grisales y Mateo Blandón, dos indios que en aquellas páginas hacen las veces de criaturas toscas e infernales como no se tiene noticia. La niña, fruto inmaculado de un hogar blanco y católico, crece virtuosa en casa de aquellos malandrines –como una flor en un montículo de boñiga–, sin que en ello hagan mella las dos décadas que dura su alejamiento del amoroso nido de los padres. Al final se ofrece el respectivo final feliz: “¡Ay!, el ave que implume y tan pequeña, había dejado aquellos sitios en donde se le oyó piar por primera vez, volvía a ellos”.
Es preciso reconocer que el libro, ensamblado con las válvulas y palancas del folletín decimonónico, se deja leer con facilidad, produciendo aquella sensación de insaciable apetito deseada por cualquier lector. Pero en seguida saltan a la vista sus horribles baches. Prejuiciada como lo estaban las cabezas de los patricios de aquella época, la novela resulta ser otra más de las columnas que sostienen el siniestro edificio del desprecio nacional contra el indígena. Azotados por los impuestos ordenados por el “amo” Bolívar y reducidos por obra de las iniciativas de Rafael Uribe Uribe, ahora los pueblos amerindios se ven retratados con una desconsideración que, de lo demente, resulta inimaginable. Para Botero, el indio es cruel e ignorante por naturaleza, y los personajes de su novela —descritos con palabras que apenas merecen los diablos y los lagartos ponzoñosos— representan la humanidad criminal que debe hacerse a un lado si lo que se quiere es edificar una sociedad henchida de virtudes y moralidad.
Luego viene el adefesio antropológico inherente a aquella estampa dantesca. De acuerdo con el ruin escritor, Filomena mantiene su pureza en cautiverio gracias a la probidad heredada de sus remotos padres, en tanto la sevicia bestial de los indígenas se replica automáticamente de generación en generación, en virtud de una garantizada herencia biológica del comportamiento y la idiosincrasia. Nada más absurdo si se tiene en cuenta la elemental noción —el 1 + 1 de la ciencia del hombre— de que todo gesto cultural es aprendido, y que el contexto de la crianza explica los rasgos sociales de cualquier individuo. Claro, no puede acusarse a Botero de vivir en los tiempos del oscurantismo científico; sin embargo, es necesario hacer eco con el crítico Fernando Ayala Poveda, quien refiriéndose a Lejos del nido hace un cuarto de siglo anotó que “Esta mentira no puede prolongarse”.
Es de todo punto de vista inadmisible que la institución gubernamental y académica de nuestros días insista en entronizar —incluso en declarar como patrimonio de nuestra historia montañera— un documento tan perverso como la novela de Botero. No puede creerse que semejante ofensa étnica sea presentada, entre aplausos, a una ciudadanía incauta que en buena parte tomará al pie de la letra las herejías culturales de dichas páginas. Sin ir hasta los extremos inquisitoriales de la censura y la quema de libros, lo que necesita nuestra agónica tolerancia es que a esa y a otras obras de su estofa las borre un implacable olvido.

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