Onetti y el espagueti

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  Por: Gustavo Arango  
 
Juan Carlos Onetti es un buen escritor. Léanlo, se los recomiendo. Por estos días se cumplen cien años de su nacimiento, murió hace quince, pero apenas empiezan los homenajes. Tarde o temprano tenía que saberse que era un iluminado, que vio el alma con ojos de místico enlodado de inmundicia, que seguirá diciendo cosas importantes mientras el mundo aloje seres humanos. Léanlo, bajo su propio riesgo, si quieren que les digan la verdad con sobreabundancia de matices. El alma humana es cosa seria, tiene lados oscuros y Onetti estuvo allí, como Teseo, se internó en la oscuridad del laberinto llevando en la mano un espagueti medio cocido, dócil como un cabello, pero fuerte como una soga, en cuyo extremo opuesto se encontraba, esperando su salida, Dorotea Muhr, la mujer-niña que le daría felicidad a la segunda mitad de su vida, el “ignorado perro de la dicha”: una grácil violinista que se quedó encantada al mirar aquella percha de labios desencantados y decidió regalarle su vida.
Lean a Onetti antes de que lo vuelvan clásico y sea más ilegible. Porque no es fácil, no es Harry Potter, no es ni siquiera Cien años de soledad. Su prosa es de las más finas que ha habido en esta lengua de abusados y abusivos. Corriendo el riesgo de ser un heraldo del momento en que quede convertido en monumento, me atrevo a sugerir que leyendo al señor del espagueti, ahora mismo, antes de la gloria que todo lo trastorna, hay tiempo todavía para aquellos que quieran leerlo como leyeron a Cervantes sus primeros lectores, libres de toda carga, con palabras aún vivas, palpitantes.
Corran al estante o a la tienda de libros. ¿El título? Cualquiera. Cada quien entra al infierno por su propia puerta. Asómense a ese mundo de derrotados donde la dignidad brilla como diamante. Miren a Jacob pelear contra el ángel del fracaso, humillarse humillando. Ausculten los ojos vacíos de Larsen en medio de las ruinas del astillero; acompáñenlo en su loca aventura por encontrar un sitio al que pueda llamar hogar. Denle a Bob la bienvenida al deterioro, véanlo decirle adiós a su arrogancia juvenil. Acompañen a la mujer gorda a morir viendo la realización de un sueño. Vayan con Kirsten al puerto para verla ver partir los barcos imposibles que van para su tierra, ese sitio al que nunca volverá. Convivan unos días con el basquetbolista enfermo al que visitan dos mujeres y compartan la envidia de otros moribundos que ni siquiera tienen eso. Vayan al infierno tan temido en que arde Rizzo mientras recibe las fotos que Gracia César se toma con todos sus amantes. Sientan la tristeza del hombre tan triste como su esposa, la mujer que al suicidarse, al llevarse a la boca la punta del arma, pensó en una remota caricia que le dio cuando eran novios. Acompañen a Brausen a inventar un universo que haga tolerable la existencia. Conozcan a la mujer condenada a enamorarse una y otra vez de un hombre al que detesta. Oigan a Linacero y traten de no cometer el error que cometieron su amigo y la prostituta, esos que no pudieron entender la pureza que brillaba justo en medio de su infierno. Reciban el dinero que les entrega Baldi y crean en sus mentiras, a la vez crueles y piadosas. Acompañen al conspirador que quemó a Santa María a emprender su ataque fallido. Pregúntense dónde está la verdad en las historias gemelas de la mujer muda, violada y asesinada. Pasen una temporada en el falansterio o acompañen a Jorge Malabia a visitar a la novia de su hermano muerto. Escuchen a la mujer flaca y preñada decir sin sobresalto las únicas verdades: “Me parieron y aquí estoy”, asistan a la atroz hermosura de su parto. Entren si quieren por la última novela, la que Onetti escribió después de los ochenta (tras salir del laberinto y quedarse hasta la muerte con la niña del espagueti medio cocido), una síntesis tan luminosa y leve como una levitación. Asistan a los últimos gestos de un Díaz Grey que nació viejo y cansado y se la pasó de libro en libro por más de medio siglo, hasta su papel absurdo de marido vicario, hasta la resolución final de acabar con su vida imaginaria. Usen la puerta que la vida les depare y lean, no con los ojos, ni con los pulmones, ni siquiera con el corazón: léanlo con el alma, como se lee un texto sagrado. En las profundas cavernas del sentido encontrarán las llamas de la purificación.
Nueva York, julio de 2009.

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