Manual de civismo y obstetricia

Pero no escribo esto para acusar a nadie ni para inaugurar una discusión profunda sobre polémicos asuntos sociológicos; trataba solo de hacer una introducción para, enseguida, defender la única causa que ahora me parece defendible: el derecho que tiene toda embarazada de que le sea cedido el asiento, y, claro, ya he establecido la mejor antesala para mi argumentación: llamo a la solidaridad pues tal empresa es, de verdad, difícil y meritoria, y no se trata de un mero truco frente al que haya que conmoverse solo por fingido democratismo sexual. Lo que resta de esta columna no es más que una verídica descripción de algunos contornos siniestros de la compleja hazaña, necesaria para convencer a los que, muy olímpicamente, creen que se trata solo de acariciarse una cálida barriga.

Es verdad que las embarazadas tienen divertidos y suculentos antojos, pero nadie habla de la moneda que deben pagar a cambio: el odio igualmente caprichoso que sienten frente a los manjares que antes les hacían grata la existencia. Súmese a eso lo que tanto se conoce: los vómitos y las náuseas que, incluso, puede provocar un vaso de agua. Pero hay más en este rubro gastronómico: una quemante descarga de pastillas que hay que engullir durante meses, capitaneada por una gigante y áspera tableta de calcio que, según dice la ciencia, colabora en la formación del feto, pero que, según lo que siente la madre, se trata solo del macabro inicio de un prolongado cólico gástrico que incluye, claro, una agobiante agriera. ¿Y aquello de que la comida forme un tarugo asfixiante a un lado del corazón? Porque tenga en cuenta, estimado lector, que el queridísimo y futuro hijo, en la indolencia de su tibio saco, estruja las entrañas ajenas quien sabe hacia dónde o por dónde.

Pero supóngase que la madre puede comer algo mínimo que le dé fuerzas para salir de su casa. Entonces la pobre diabla sale a trabajar, hacer una visita o, en fin, a cualquier cosa que la obligue a caminar algunas cuadras (solo un par si corre con suerte).

Como quiera que sea, debe llevar consigo su sobrepeso, y, suponiendo que esa labor no la fatigue hasta una sudoración asmática, en la noche tendrá que pagar la factura: sus rodillas, cansadas de haber llevado el mundo sobre sí, se declararán en huelga de doloroso desaliento. Algún sabio aconsejará a nuestra cuitada mujer estarse en casa, acaso tirada en su cama y solo esforzándose en oprimir el control remoto; pues bien, si así ocurre las rodillas callarán, pero la columna vertebral será quien lance los alaridos nocturnos, pues no se está en la Luna y, obviamente, alguna dependencia del cuerpo tiene que oponerse a la atracción que la Tierra ejerce sobre el heredero.

El corolario de todo esto es elemental: cuando se está en embarazo no se duerme, y entonces ocurre otra cosa odiosa: las madres andan por ahí tomándose fotos para sus hojitas de vida (algunas no pierden la esperanza de que alguien les dé trabajo) con infinitas ojeras o con impenetrables constelaciones de acné, y casi todas quedan en el retrato con la expresión de quien, aterrorizada con anticipación, no deja de pensar en aquel desgarramiento del parto. Y bien, yo mismo debo aportar nuevos datos que, lamentablemente, quizá aumenten ese terror: el imaginado parto se hace realidad entre los gestos más dramáticos, pues ocurre que las madres convulsionan hasta vomitar, aprietan las manos de sus maridos casi hasta quebrarlas y tienen que soportar el cinismo de algunos médicos que, vestidos con sus impecables batas blancas -las sábanas que envuelven a la paciente esconden sangre apelmazada- recitan con toda unción aquel versículo bíblico de “Parirás tus hijos con dolor

Me ufano de conocer más secretos de esa inimaginable aventura obstétrica, pero supongo que a estas alturas ya no hay lector que lea: o se ha parado para ceder el asiento o, infinitamente cansada, se ha dormido apenas al acomodarse en él.

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