Lugares comunes

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Porque confío en la justa interpretación de quienes amparan mis líneas en este periódico digo, sin tapujos, que buena parte de los periodistas colombianos –aunque supongo que se trata de una epidemia mundial–son imbéciles rematados; incluso sospecho que se trata de algo más que imbecilidad: el torpe empecinamiento de algunos más parece enfermedad fatal, retraso mental salido de madre. Las escenas de la última jornada de liberación de secuestrados no dejan pensar otra cosa.
No sabe uno si el más grave padecimiento de la clase reporteril es la frivolidad, la impertinencia o la vanidad. Claro, nada más trillado que tal inventario de defectos en un gremio que ha hecho todo lo posible por labrar su mala reputación; sin embargo, no estará de más echar al fuego la leña de nuevos ejemplos. En lo que respecta a la frivolidad, es difícil imaginar algo peor que los folclóricos cálculos en que se enzarzaron los periodistas antes de que se revelara la identidad de los policías liberados, bazar que incluyó un sinnúmero de entrevistas irresponsables, burlas a la esperanza ajena. Parecía como si, ante un partido de la Selección Colombia, trataran de acertar a estar en la casa del hombre gol; o peor: parecían soldados romanos jugándose la sangrienta capa de Jesús con los dados de la angustia del prójimo.
Enseguida viene la nula prudencia de esos monstruos con micrófono, apiñados como moscas ante la cansada carne de calabozo que es todo ex secuestrado. El famélico Alan Jara, llevado en vilo por su hijo, resistía a duras penas los gritos, preguntas necias y asedio de una jauría insensata que, bien se veía, trataba de agradar a jefes estúpidos -odiosos gurús de la radio y la televisión- o ganarse un premio de hojalata en la próxima noche de gala de las comunicaciones. Jorge Alfredo Vargas -quien se tiene por tuerto entre los ciegos- preguntó al llanero liberado sobre el abrazo aplazado que tenía para su mujer y su hijo: poco faltó para que pidiera detalles de la nueva cópula de Jara con su mujer, aplazada por siete años de infierno verde. Un par de días después, otros como Vargas echaban carnadas a la boca sin control de Sigifredo López, demente con su restablecida libertad.
En defensa de lo que creen es su “derecho a informar” –pero realmente solo hay afán de brillar como vedettes–, los periodistas se desgarran las vestiduras ante las cámaras y se alían momentáneamente entre enemigos, y, cejijuntos, citan a Aristóteles, Mandela y las Naciones Unidas para exigir que se les deje meter sus narices en lo que les place. Pero aquello que casi desata un golpe político del “cuarto poder” colombiano se redujo a poca cosa: imágenes de abrazos de familias que no están amarradas con nuestros lazos de sangre, reiteración de noticias consabidas, homilías babosas y patéticas improvisaciones poéticas de reporteros demasiado pagados de sí mismos. No otra cosa era lo que les urgía informar.
Finalmente, lo que se produce a fuerza de repetir tantos vicios es, también, un objeto sin ningún sabor original: ahora tenemos la impresión de que sabemos cuáles son los pasos del show televisivo de cada liberación de rehenes. Nuestros periodistas lo han estandarizado como una procesión de Semana Santa: primera estación: los comisionados en el hotel; segunda: los comisionados van al aeropuerto; tercera: la esposa guisa un sancocho especial… A duras penas, el humor de cepa de alguien como Alan Jara puede torcer el destino del consabido libreto. La falta de autenticidad se expande como una plaga una vez que los duendes de la información profieren el conjuro de sus torpezas. Incluso esta columna ha resultado de lo más previsible, empeñada en llamar huevo a aquello que pone la gallina.

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