Los futbolistas

El desprestigio moral del fútbol explica por qué se permite en él lo que de otro modo no ocurriría en Colombia, como la aparición masiva y aplaudida de hombres negros, pues, en una república racista y prejuiciosa hasta el tuétano, nadie se queja porque los pueblos de piel marrón se vean bien representados en un deporte putrefacto y maligno. ¿Qué frívolo espectáculo se espera que sea suspendido como señal de respeto a la muerte de gobernadores y papas? El fútbol. ¿Qué masas son perseguidas, miradas por el rabillo del ojo y reconocidas como el más detestable síntoma del salvajismo? Las del fútbol. ¿A qué festejos se los acusa de estimular el fatídico homicidio colombiano? A los del fútbol. ¿A qué vándalos en potencia debe prohibírseles el consumo de cerveza? Sólo a los que van a un estadio. La guerra moral contra el balompié siempre está al día, y mientras tanto se cierran hospitales y se despiden trabajadores sin que eso parezca escandaloso a ojos de los juiciosos administradores y guías espirituales del país.

La vida cotidiana, afortunadamente, permite el desquite y da justas cachetadas. Y no hace falta hablar de la comunión nacional que se verifica mientras juega la Selección Colombia; no, basta aludir a un hecho mucho más banal: ese profano programa de televisión emitido desde una isla habitada por gente famosa. Ya se sabe de qué se trata: por dinero, algunas personas conviven en un lugar chocante y terminan odiándose entre sí, por más que disfracen todo aquello con trascendentales declaraciones sobre la amistad y la voluntad. Lo más común de estos lances es, a juicio de quienes los ven desde sus casas —aunque digan enfáticamente que no lo hacen—, que todos esos protagonistas ilustres acaban revelando su peor entraña. Lo curioso, sin embargo, es que, en tal escenario, ha resultado que el único ejemplo moral rescatable proviene de los futbolistas, los únicos que, en medio de un puñado de mezquinos, han revelado un alma pura.

Hasta hace poco, había quien hablara de René Higuita como un “Pambelé del futuro”, de Leonel Álvarez como un “ordinario” que a sus casi 40 años llevaba aún el pelo largo y de Ricardo “Gato” Pérez como una estrellita frívola más preocupada por el dinero de sus contratos que por descollar en su carrera como deportista. Pero estas oscuras leyendas se han hecho humo gracias a lo que se ha visto en la pantalla chica durante las últimas semanas: por su serenidad a la hora de hacer cosas que ponen neuróticos a los más codiciosos, por su idea firme de que la amistad vale más que un saco de monedas, por la poca o ninguna vanidad con que aparecen ante las cámaras que llevan a los demás a infatuarse o por el franciscanismo con que quieren repartir hasta el más insignificante pedazo de coco, la masa televidente colombiana habla ahora de ellos como si se tratara de tres dignidades apostólicas. Ha sido olvidada la tendenciosa alergia al balompié y los castos jefes de hogar hablan con unción de “los futbolistas”, a quienes reconocen como seres especiales entre puñados de actores, cantantes, modelos, coreógrafos, presentadores de noticias, estudiantes, comerciantes, ingenieros, diputados y etcétera.

Sólo quisiera apuntar que, a mí, nada de esto me sorprende: como hace más de veinte años no salgo del estadio, ya he visto cómo en ese mismo tiempo, por ejemplo, Leonel Álvarez jamás ha hecho “teatro” u otra marrullería en una cancha. Mucha razón tenía Albert Camus cuando decía que “lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.


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