La reconciliación: en la persona y para la persona

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Aquel clamor de la reconciliación es la jornada del encuentro con valores personales superiores, con sentimientos altruistas y con la metamorfosis adecuada para enmendar los senderos de la agresividad y de la virulencia
/ Julio Jaramillo Martínez

El mundo actual está ofreciendo un conjunto de facetas en nítido vínculo con la violencia, con la agresividad. Sus formas son conocidas por todos los agentes de lo cotidiano mientras son padecidas por pueblos y por personas en cantidad significativa.

Algo más: estos hechos han permeado la intimidad de los corazones humanos. Recurriendo al símil del cuerpo físico de los hombres: son realidades que han hecho las veces de venas y de arterias transmisoras de sangre no propiciadora de sana respiración. Poco a poco la totalidad del cuerpo se ha impregnado de tal contaminación.

Así acontece cuando el corazón del ser humano parece convertido en un laboratorio químico. En él, los tubos de ensayo fabrican unos sentimientos adversos, unas veces a la vida personal y otras a la convivencia. Germinan entonces el desamor por la existencia, la prevención, los deseos de venganza, los rencores, los miedos, las inseguridades, la ley de defensa propia y las sospechas. Baste lo enunciado. Hasta acá los tubos de ensayo portarían en su rótulo: persona con angustia ante su propia vida.

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El fenómeno contaminante no cesa. Se expande. Al hacerlo, se amplía hacia la gestación de las actitudes con las otras personas. Brotarán: la indiferencia, la hostilidad, el miedo, la agresividad y el desprecio.

Serán miradas estas actitudes como los signos de la no-convivencia humana. Las colocará en la sociedad no tanto quien posee el arma en la mano para destruir sino quien edifica en su corazón un batallón de prevención y de indisposición (no-disposición) para la convivencia. Los tubos de ensayo han hecho germinar tan aguda realidad que ahora poseerían un nuevo y complementario rótulo: persona no apta para compartir.

¿Qué se deriva? Que es la propia persona la afectada por esa realidad virulenta. Su propia vida realiza una experiencia de autoagresividad. A sus deseos de ser gestora de positivismo le opone la ley del no se puede; al rostro de la vida plácida le coloca la máscara de lo hostil. Anhelaría ser tortuga para esconder tras su dura caparazón los factores de lo amable. Sus amaneceres parecen ser esquivos a la luz del nuevo día; en sus atardeceres pululan los nubarrones.

Tendrá que llegar el día de la operación a corazón abierto: la instancia de la sanación. Es el momento de la reconciliación.
Ya en la intimidad del yo, ya en la gesta comunitaria y compartida, ya en la soledad de un rato de reflexión, ya en la sociabilidad de la amistad brotará un clamor interno en el que la persona puede deshacerse de las dimensiones negativas que se le han incubado para suplantarlas por venas y por arterias nuevas, las del positivismo frente a la vida, las de conciliar el yo con el yo y con la persona de al lado, las de la reconciliación, ‘conciliar-con’.

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Aquel clamor de la reconciliación es la jornada del encuentro con valores personales superiores, con sentimientos altruistas y con la metamorfosis adecuada para enmendar los senderos de la agresividad y de la virulencia.

El gran fruto de la reconciliación es el encuentro de la persona con sí misma en aras de sanar las propias heridas de la autoviolencia que se gesta en las fibras de su corazón.

Las auroras y los horizontes en los que despunta el valor de lo humano, donde esté y en quien lo posea, serán la nueva sangre que anime y sostenga la vida que re-nace, la vida re-conciliada con la vida.

El re-encuentro con lo humano de cada quien re-concilia con lo humano, con lo humano en quien lo posea y todos los poseemos.

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