Hugo, Óskar y los demás

No es porque esta columna esté dedicada al Séptimo Arte que me refiero, hoy también, a películas recientes; es por mera coincidencia. O porque –parodiando el título de un bello libro de Juan Diego Mejía, El cine era mejor que la vida–, el cine, muchas veces, es mejor que la vida. Por eso será que siento nostalgia cuando las luces del teatro se encienden y espantan la magia.
Así que, a lo que vinimos: un largometraje, un larguísimometraje y un mediometraje que tienen en común la presencia de los niños (Los que protagonizan frente a las cámaras y los que lo hacen bajo las sombras). Tal vez el sector de la población más maleable en manos de cualquier adulto; de cineastas, en estos casos.
Empiezo por Hugo, una obra de arte a la que no le sobra ni le falta nada. Con ella, Martin Scorsese rinde homenaje a George Méliés, visionario de la imagen de los años 30, y nos participa de un espectáculo de fantasía, gracias a Hugo Cabret, un pequeño de 12 años que despierta solidaridad y admiración en los espectadores por el valor con el que busca (y logra) superar la realidad que de un momento a otro intenta atropellarlo. Igual que cantidades de niños que a nuestro alrededor –no hablo del mundo, ni de Colombia- luchan con la pobreza: económica, educativa, afectiva, humana…, pero sin encontrar una mano decente que los apoye para ganarle el pulso. Con quijotescas excepciones, la indiferencia nos convierte en sartenes de teflón.
Sigo con Tan fuerte y tan lejos. Y tan laaargo. Óskar Schell, de 9 años, lleva la acción a cuestas y personifica los sufrimientos de muchos menores que perdieron a sus padres el 11-S en Nueva York y que, obvio, tuvieron dificultades para asimilarlo. Impactante. Sólo que es tan histérico e histriónico que aburre. Más que actuar como un hijo herido y desconcertado, lo hace como un tiranito que le vuelve la vida imposible a su mamá y al público, por ahí derecho. ¡Que encuentre la cerradura de una vez, a ver si aterriza y nos vamos! El director, el mismo de la aclamada Billy Elliot, en esta ocasión, y a mi juicio –discutible, por supuesto– abusó de la sensibilidad de Óskar y de la gente. No pude evitar pensar en los “managers” que utilizan a los muchachitos en los semáforos.
Y termino, qué horror, con Kony 2012. Es probable que el lector haya visto el documental. En apenas tres días, alcanzó 40 millones de visitas en YouTube. Si el objetivo del director (cofundador de la ONG Niños Invisibles) era el de desenmascarar a Joseph Kony, líder de la guerrilla fundamentalista que busca tumbar al gobierno de Uganda, lo logró; su cara, muy a nuestro pesar, se nos volvió familiar. Si el objetivo era darles visibilidad a millones de niños africanos, obligados por Kony y sus secuaces a realizar atrocidades y a ser víctimas de atrocidades, que no menciono, también lo logró; lloramos con su llanto. Si el objetivo era defender la legalidad del presidente Museveni, sanguinario y corrupto, mmmjjj. Y si el objetivo era ser famoso, sabiendo que al asesino ese se le perdió la pista hace seis años, pues… Lo peor, que para conocer monstruos del estilo Kony tengamos que acudir a la red, ignorando que en el conflicto que vivimos se dan silvestres.
Lo dicho: el cine sí es como la vida.
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